sábado, 24 de septiembre de 2011
Final y principio
No sé exactamente cuáles fueron las razones por las que empecé este blog, más allá de encontrar un medio de expresión. A partir de un momento dado, y no del todo con mi consentimiento, las entradas empezaron a tomar un rumbo determinado, y el blog desarrolló una especie de consciencia propia. Quizás sea el único logro real de esta modesta empresa, realizada de espaldas al público, y que abandono por motivos personales y generales. Algo he de decir sobre estos últimos.
Es una tarea difícil nadar contracorriente. En el momento en que escribo estas líneas, las redes sociales forman una parte ya irreversible del mundo que nos rodea. Apple planea sacar, por lo visto cada año, un nuevo aparatito. El Blu-Ray ha sustituido al DVD, los teléfonos son ahora inteligentes, y se lee a través de finas pantallas. De hecho, estamos rodeados de pantallas grandes y pequeñas que absorben nuestras almas a través de los ojos.
Han pasado diez años ya desde que cayeron las Torres Gemelas. Entramos en una nueva década, en la que parece haber un deseo de pasar una página antes de haberla comprendido. Mientras una crisis económica interminable amenaza con debilitar Occidente a favor de un Oriente que imita sus vicios, una corriente de protestas con sordina se consume a través de los países. Los valores espirituales se han convertido en trajes incómodos.
Las edades han desaparecido. Una niña de doce años y una mujer de cincuenta llevan atuendos similares, y tienen costumbres parecidas. Los padres y los hijos están distanciados en el tiempo y en el espacio. La sociedad es cada vez más sexual y más violenta psicológicamente, a veces físicamente. La educación, al menos la que yo conozco, es un árbol arrancado del suelo y con las raíces cortadas. Este es el gran momento de los cínicos.
Sobre algunas de estas cosas he escrito aquí, a modo de vana advertencia. Me he dado cuenta de que todo puede cambiar muy deprisa, a menudo para peor. Más allá de algunas pistas vagas, desconozco cómo se vivía en la época de mis antepasados, pero siento hondamente que estoy viviendo en un momento equivocado de la historia. Y esta página me ha servido no poco para darme cuenta de ello, para insinuarme un camino alternativo.
Porque siempre hay una nota de esperanza. Ha habido un tapiz de fondo en este proyecto, en el que algunas de sus entradas han servido de postes que parecen apuntar hacia una isla de la que ahora mismo sólo veo una costa borrosa. A veces sueño con ese destino, que sin duda me elegirá a mi. De hecho, hay una entrada clave al respecto, quizás la piedra angular sobre la que poder construir un nuevo futuro personal, si las estrellas me conceden la salud y el tiempo necesarios.
sábado, 14 de mayo de 2011
Show Business
Hace ya algún tiempo, la revista especializada en cine "Dirigido" hizo un especial sobre "50 obras maestras del cine europeo". Aunque más adelante lo ampliaron con otras 50, no deja de ser significativo e irónico, y me pregunto si los redactores de la revista se dieron cuenta de ello. ¿Verdad que nadie en su sano juicio podría concebir un especial sobre 50 obras maestras del cine norteamericano?
La razón es bien simple. Dejemos aparte el debate sobre quién inventó el cine primero, lo cierto es que las primeras expresiones del séptimo arte se dieron en Europa, aunque me gustaría dejar claro, especialmente a los fans de Tesla y a los desmitificadores, que Edison, por muy desgradable que fuera, era sobretodo un coloso, un genio de la invención y de los negocios. Después de todo, no hay genios agradables, ni demasiadas personas encantadoras.
Pero en cuanto Estados Unidos empezó a dar rienda suelta a su ingenio con el invento, algo despertó, una especie de frenesí creativo que, a pesar de mi debilidad por el cine mudo, explotó de tal modo que un especial sobre 50 obras maestras del cine americano debería incluir "de cualquier año" entre los años 30 y los 60, y quizás nos quedaríamos cortos. Uno debe preguntarse qué es lo que entendieron los estudios de Hollywood.
Ni más ni menos, que el cine es, por encima de todo, un medio de diversión y entretenimiento. Una película no está obligada a hacernos reflexionar, pero sí está obligada a no ser aburrida, cosa que el público que paga una entrada entiende muy bien. Mientras el cine europeo colocaba el fondo por encima de la forma, un poco a la manera de ciertos escritores ilegibles, el cine estadounidense supeditaba todo a la forma.
De este modo, se crearon dos cosas: una escuela ininterrumpida y una técnica. Los directores nacidos en Europa que tenían inquietudes emigraron a la meca del Cine, porque entendieron que allí tendrían los mejores medios, tanto humanos como técnicos. Cojamos por ejemplo a Orson Welles, y compárense Mr. Arkadin y Sed de Mal. Siendo igualmente brillantes (otro genio indiscutible), Sed de Mal tiene mucha mejor factura técnica.
Por desgracia, el cine norteamericano actual está muy lejos de ser lo que fue, y no sólo eso: es que fuera de los círculos más o menos académicos que representa la revista Dirigido, nadie se acuerda de los films antiguos. El público joven tiene una educación cinéfila lamentable, y es a ellos a quien van dirigidos los engendros que Hollywood tiene a bien producir a mansalva. Al final, hay una cierta justicia en ver que el mejor cine de hoy en día ya no es casi exclusivo de una sola nación.
sábado, 7 de mayo de 2011
Amarga victoria
Cuando conocí la increíble noticia de que Osama Bin Laden había sido eliminado por el ejército de Estados Unidos, me dejé embargar por la euforia durante un par de días. Y, dicho sea de paso, no puedo decir, como otros, que la euforia no estuviera justificada. Desde luego, el tipo merecía morir como lo hizo, por lo menos. No voy a entrar aquí en sesudas disquisiciones legales ni políticas, que de eso se puede leer en todas partes, y nunca fue ese el propósito de mi blog.
Pasada la euforia, sin embargo, me embargó una melancolía parecida a la que describía Gibbon cuando acabo su Historia. Me puse a pensar. Pensé en lo que significó para mí el 11 de Septiembre, que fue como un estallido de luz bajo el cual se revelaron los verdaderos rostros de muchas personas y personalidades, y cuya faz fue confirmada con los atentados de Madrid y Londres. Sigo viendo aquella luz y sigo viendo esas caras.
Mi hermano, siempre más sabio que yo, me envió un cuento chino, adaptado por los sufís, que me hizo reflexionar sobre lo relativo de las cosas. Yo recordé cuando, después de haber perdido a Gwen Stacy, Spiderman dice después de la muerte del Duende Verde: "Debería sentirme satisfecho, pero sólo me siento un poco más solo". Recordé lo que el estoico Dr. Manhattan le dice al ingenuo y siniestro Veidt: "Nada acaba nunca, Adrian".
Cuando la televisión retransmitió aquellas terribles imágenes del World Trade Center, yo creía en muchas cosas: en la democracia y el capitalismo, con una fe casi inquebrantable. A día de hoy, estoy cerca de aborrecer lo que significan ambos términos, porque al amparo de ellos, se cometen injusticias tan graves, tan tremendas como los atentados yihadistas, sólo que más sordas, ocultas y calladas. Ya no vale lo del enemigo común, porque han cambiado muchas cosas.
Hace poco he revisado la magistral película de J.L. Mankiewicz, Cleopatra. Cuando César derrota a Pompeyo en Farsalia, sus soldados le dicen que ha conseguido una gran victoria, y él replica "¿Sobre quién? ¿Sobre qué?". Más adelante, cuando los Ptolomeos le ofrecen la cabeza de su viejo enemigo como regalo conciliatorio, el rostro de César se ensombrece y dice "Hay demasiado sol". Sí, hay demasiado sol también para mi humilde cabeza.
domingo, 17 de abril de 2011
Sordos y mudos
Algunos insignes escritores, que no mencionaré porque los admiro mucho, ponen el acento en la preeminencia de la palabra oral por encima de la palabra escrita. El propósito de estas líneas es rebatir ese argumento. Aunque los que defienden la maestría oral nunca ignoran que la mayoría de personas no tenemos la oratoria de Sócrates, sí parecen omitir el hecho de que incluso los pánfilos se toman algo más de cuidado cuando ponen algo por escrito que cuando abren sus bocas.
Las palabras escritas tienen algo mágico, una especie de autoridad, quizás otorgada por su naturaleza simbólica. Ciertamente, se escriben muchas idioteces, pero lo que es innegable es que no hay conversación que no esté sembrada de tópicos, a menudo penosos. Personalmente, admiro más el silencio que los ruidos que salen de la lengua del que me habla. Quizás influye el hecho de que oralmente soy torpe, mientras que me siento cómodo escribiendo.
Hay otro poderoso argumento, y es que no hay nada más inútil que una discusión. Jamás he visto que una persona haya convencido a otra de algo mediante el uso, al principio amable y finalmente hostil, de las armas de la oratoria, en la que, todo sea dicho, ya no quedan maestros. Nadie se convence por los consejos o admoniciones de otro, cualesquiera sea el lazo que les una. Cada uno encuentra, a menudo pasmadamente, su propia verdad por sí mismo.
De la preeminencia de la palabra escrita sobre la oral es paradigma la figura de Wittgenstein, que en sus obras escritas dejó bien claros cuáles eran los límites del lenguaje oral. Ludwig escribió en una carta esta frase extraordinaria: "Creo, en una palabra, que todo aquello sobre lo que muchos hoy parlotean lo he puesto en evidencia yo en mi libro guardando silencio sobre ello." El último gran filósofo dejó bien claras las cosas.
El ejemplo más célebre de esto es la conversión de San Pablo, que puede ser interpretada de muchas maneras. La mía es esta: perseguidor celoso de los cristianos, se convirtió porque llegó desde el extremo opuesto, que suele ser el camino desde el que uno descubre su verdad. Quizás yo he llevado mi argumento hasta un extremo, pero es naturalmente obvio que el lenguaje es incapaz de transmitir muchas de las cosas más importantes.
domingo, 10 de abril de 2011
Voces en la arena
Hace algunas semanas, el columnista Hermann Tertsch deseó que los países árabes salieran de las revueltas con un futuro "a la europea". Muchas tonterías se han dicho sobre la revuelta que está azotando, en distintos grados, a algunas dictaduras de Oriente Medio, y no es esta una de las más pequeñas, desde luego. Yo, que no soy especialista en temas tan complicados, quiero sin embargo añadir una reflexión.
Estamos asistiendo a un proceso histórico de resultados inciertos, en el que es casi imposible predecir el resultado. Por lo pronto, hay una guerra civil en Libia que no tiene visos de acabar a corto plazo. Es necesario destacar, sin embargo, que todo empezó con el sacrificio de un sólo hombre, Mohamed Bouazizi, en Túnez. Todos los que dicen en la vieja Europa que nadie puede cambiar el destino deberían tener presente ese nombre.
Pero yo me pregunto una cosa: ¿por qué están luchando estos jóvenes árabes? Porque si luchan por transformar sus dictaduras en las dictaduras de las urnas y las mayorías, están muriendo en vano. Si están peleando, con coraje y tesón infinitos, para instalar en sus países sistemas políticos como los europeos, para convertirse en sociedades que tengan como modelo a la podrida Europa, su sangre se está derramando en vano.
El Suplemento especial que la Vanguardia dedica al tema (hecho con ciertas prisas, y se nota), compara estas revueltas con la revolución de 1848 en Europa. ¡Valiente comparación! Todo el que haya leído La Educación Sentimental, o conozca un mínimo la historia de nuestro continente en los años posteriores a aquella farsa, culminada en la guerra de las trincheras que fue la mayor farsa de todos, debería borrar ese ejemplo.
Los que luchan en Libia y Siria por una nueva paz, como los que se manifestaron antes en Túnez y Egipto, tienen el derecho de elegir por sí mismos su destino. Los países occidentales, que bastante daño hicieron ya a esas sociedades para imponerles nuestros modelos caducados, no tienen derecho a marcar el camino. Los vivos y los muertos tienen la potestad de escoger un camino de libertad auténtica, o su propia manera de ser infelices.
domingo, 20 de marzo de 2011
Una broma cósmica
Si hay algo en común entre todos los habitantes de este atribulado planeta, es la búsqueda de un sentido. El cerebro humano, como parte de la Naturaleza que lo engendró, tiene el horror vacui, es decir que necesita, para la supervivencia de su huésped, una explicación, una finalidad. Necesita buscar los planos secretos de la arquitectura de la realidad, aun sabiendo que la búsqueda está condenada al fracaso.
Un numeroso grupo de gente busca eso en la fe religiosa. Sobre esto sólo puedo decir que hay muchos tipos de religiones y más dioses que los del cielo. Es decir, la confianza ciega en la ciencia es una religión, del mismo modo que también son credos el abrazo del placer, la defensa del medio ambiente, la búsqueda de la pareja ideal, las consignas políticas, el humanismo y el ateísmo. Todos esos fenómenos psicológicos, aparentemente tan dispares, son en esencia el mismo anhelo.
Y sin embargo, es posible que todas esas búsquedas sean inútiles. Chesterton dijo que la verdad no tiene sentido. Es posible, de hecho, que no haya planos secretos, ni sentido alguno en la existencia. Un creciente número de evidencias inclina mi mente a suponerlo. Si hay alguna finalidad en nuestra civilización, soy incapaz de distinguirla. Por supuesto, es aterrador pensar que nada tenga sentido.
La ciencia misma está contribuyendo a alimentar el horror vacui. De hecho, hay que ser bastante ignorante en temas científicos para apoyarse en los mismos en busca de consuelo o de una lanza con la que derribar a los viejos dioses. Partículas sin masa, evolución puntuada, la lógica difusa, la teoría del caos, genes sin función, supercuerdas: la ciencia ha dejado de tener sentido hace ya un buen número de años.
Pero, vencido el miedo al vacío, lo que queda es una broma cósmica en sus proporciones y en su perfección. Ante esa monumental farsa, las opciones son volverse loco, crear tus propias reglas o morirse de risa. El Joker, que tan popular se ha hecho con la última película de Batman, hizo las tres cosas a la vez. A una persona perceptiva le basta ver un par de telediarios, y pensar un poco en lo que ha visto, para empezar a soltar carcajadas.
sábado, 12 de marzo de 2011
Por uno mismo
Vivimos en una época obsesionada con la educación. Eso no estaría mal si nos centráramos más en la calidad de la educación que en la cantidad de la misma, lo cual, por desgracia, no es el caso. Así que voy a decir unas cuantas blasfemias al respecto. Para empezar, yo creo que el período de formación académica de una persona no debe eternizarse. Por descontado que uno se pasa la vida aprendiendo, pero no en un aula.
Cada vez que veo en algún sitio los elogios a esos que tienen tres carreras, o a cincuentones que estudian "para divertirse", me entra algo de repugnancia. Yo entiendo que la educación formal ha de consistir, en esencia, en dar a un alumno las herramientas que necesitará para luego poder aprender por sí mismo a lo largo de su carrera profesional. Esto, por descontado, no se cumple en casi ningún centro académico.
El mundo no es más complejo de lo que era hace tres mil años. Sólo nosotros lo hemos hecho más complejo. Una de las cosas más divertidas que suelen ofrecer las empresas de nuestros tiempos se llama "formación continua", es decir, un montón de cursillos inútiles en los que se cumple la profecia de Flaubert: pues, en efecto, "la industria está generando una gran cantidad de estupidez".
La calidad de nuestro aprendizaje es lo que cuenta. Si un alumno no llega ya totalmente inhabilitado a la Universidad, ésta se encarga de rematar la faena. Tengo por certeza que la educación tal y como está planteada se encarga eficazmente de castrar todo deseo de iniciativa, de cargar a sus víctimas con conocimientos que nunca usarán, y de podar su imaginación con eficacia sistemática.
Todos mis elogios van para los autodidactas, una especie en peligro de extinción. Para aquellos que aprendieron por sí mismos, sin importar lo altas que fueran las cumbres que alcanzaran. Pues los autodidactas, al no estar limitados por un esquema impuesto, pueden pensar con autonomía. Y un recuerdo final para los padres de mis padres, que sin leer ni escribir eran más sabios que toda la gente que acabé conociendo después.
sábado, 5 de marzo de 2011
No le ponga salsa
Al contrario de lo que dicta la gran mayoría de productos de las discográficas y de Hollywood, se puede vivir perfectamente sin amor. Para demostrar tan tremenda afirmación, únicamente me serviré de la cruda lógica, lo que excluye cualquier ejemplo, ya sea histórico o personal. El tema es delicado, y requiere que prescinda de la pedantería y del egocentrismo. He de ceñírme, simplemente, a mi visión de los hechos.
Obviamente, no se puede vivir perfectamente sin sexo, siendo éste, como el hambre y la sed, una necesidad fisiológica. Se podría decir que el sexo no es imprescindible para la supervivencia, pero sí es necesario para mantener un cierto grado de salud mental. No podemos tirar a la papelera miles de millones de años de evolución biológica sin pagar un precio, ciertamente elevado.
Mi ardua demostración también me exige que defina la naturaleza del amor. Voy a dar dos definiciones. La más establecida vendría a decir que el amor es un sentimiento de afinidad y afecto entre dos personas. Si nos ceñimos a este concepto común, surgen diversos peligros obvios, siendo los sentimientos emociones propensas a ser tan acentuadas como efímeras: de ahí los crímenes pasionales y las rupturas desagradables.
Pero mi definición del amor es distinta. He de decir en mi defensa que mi opinión de las mujeres no es peor que la de los hombres. El amor es, según mi visión, un disfraz de un disfraz: si mezclamos el deseo reproductivo con el miedo a la soledad, que es una derivación del miedo a la muerte, tenemos ese mito, no más consistente que otros, llamado amor romántico, y que por cierto no existió en nuestra cultura hasta el siglo 18.
Se puede vivir sin eso. De hecho, una mente disciplinada y atenta a la geometría del Universo puede prescindir de las violentas ilusiones del amor. No encuentro que la afinidad por otra persona me ayude a apreciar mejor la armonía de una orquesta, la contemplación de una catedral, o la lectura veraniega de una novela policíaca. La vida no se rige por estereotipos, sino por una fértil abundancia de atractivas complejidades.
sábado, 26 de febrero de 2011
La delgada línea
La definición de salud que la OMS emite en su carta magna dice con claridad que es "un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades». Muchos teóricos dicen sin embargo que esta definición es incompleta y poco dinámica, y le han querido añadir enmiendas. Pero ninguno de esos sabios se ha atrevido a dar el salto que equipara la salud con la felicidad.
Ahora bien, ¿quién es feliz? Si uno observa con ojo sano lo que ve cuando sale de paseo por la calle, advertirá que casi nadie lo es: los obstáculos son invencibles. Por otro lado, yo me pregunto si la salud perfecta, la felicidad, no podría ser contraproducente. Es de la insatisfacción que ha salido el impulso que sacó al hombre de las cavernas y lo envió al espacio. Dadme un hombre inquieto, y yo os mostraré su potencial.
Kipling alabó el dolor físico, por entender que hace olvidar los infiernos del alma. Séneca le escribió a Lucilio que la enfermedad tiene sus alivios, como la salud tiene sus penas. Y así es, en efecto. Cuando uno esta "ausente de afecciones" está más atento a las zonas oscuras del paisaje, por el simple motivo de que nada le distrae de verlas. La enfermedad obliga a una persona a interiorizarse.
De hecho, yo comparo a un enfermo, siempre que sea cosa benigna, con una persona encadenada. Cuando poco a poco se va curando, uno se siente en un estado de ansia, de ganas de vivir. Y cuando uno al fin está curado, todo le parece, por un tiempo, extraordinario. Yo recuerdo una dolencia que me mantuvo en cama varias semanas, salir a la calle por primera vez y admirar el colorido y aspecto del mundo con muda admiración.
Otra cosa que la OMS y los teóricos olvidan es que la definición de salud no se limita al individuo. Puede haber enfermedades que abarquen sociedades enteras, y no me refiero precisamente a la gripe ni a ejemplos conocidos del pasado. Dentro de la aparente paz de nuestra vida moderna, se esconde una insidiosa apatía, hecha a tres partes de soledad, egoísmo y tristeza, que tiene encadenada a buena parte de la sociedad.
martes, 15 de febrero de 2011
Pagan para gozar
Voy a corregir un error en el que he incurrido durante mucho tiempo. Confío en que no sea la primera vez que lo haga, por cierto. Es un error compartido, claro está, y consiste en creer que el arte es algo reservado sólo para determinadas personas. Este elitismo, que se agazapa detrás de la mayoría de la gente que se considera culta, es una forma de racismo intelectual, y un desacierto monumental, como intentaré demostrar en breves líneas.
Los artistas no trabajan para los críticos, que son los principales abogados del elitismo, sino para el éxito. El arte sólo existe para su público, y todo escritor, pintor o músico quiere llegar a la mayor parte de público posible. Por un lado, para ganar dinero (hay que recordar a Samuel Johnson en esto), y por otro, el más noble, para hacer más feliz la vida de muchas personas.
Con el tiempo y la edad, me he distanciado de algunos eminentes críticos, de los cuales no mencionaré el nombre por respeto a la concepción de Oscar Wilde de que un buen crítico es a su vez un artista. Porque no hay nada obligatorio en el arte. El público paga, y por el mero hecho de hacerlo ejerce la más sabia de todas las críticas. El cine es un buen ejemplo. La finalidad de una buena película es, simplemente, entretener.
Hay quien piensa que limitarse a entretener es sencillo. En realidad, es lo más difícil y agradecido al mismo tiempo. La música de Mozart jamás fue pensada para que la escucharan sólo los aburridos nobles. Shakespeare siempre fue un artista del pueblo, nada más y nada menos. Todo el mundo leyó y sigue leyendo a Dickens y a Victor Hugo. Los cuadros de Chagall y las películas de Hitchcock tienen una audiencia universal que no distingue de clases.
El divorcio entre los artistas y el público casi ha liquidado a la pintura. Pero si me centro en la lectura, no puedo evitar observar que la literatura está más viva que nunca, por el mero hecho de que nunca antes ha habido tantas personas con la capacidad de leer. Los críticos que se escandalizan con la popularidad de J.K. Rowling y de Stephen King debieran recordar que lo mismo se dijo en su tiempo de los autores que tanto admiran.
viernes, 11 de febrero de 2011
Amor en conserva
Hay un calendario secreto, que de forma sutil nos marca los momentos en que hemos de acudir a las tiendas a hacer un curioso trueque. Consiste el intercambio en convertir algo tan intangible como el cariño o el amor en algo cuantificable: es decir, regalos comprados con sucio dinero. Lo más siniestro de todo esto es que las personas juzgamos los sentimientos por el valor de los presentes que recibimos.
El calendario, cuidadosamente programado, sería más o menos como sigue: San Valentín, Día del Padre, Día del Libro, Día de la Madre, Semana Santa, Día del Niño, Todos los Santos, Navidad y Reyes. Como puede verse, algunas de las fiestas en que más se consume tienen un cariz religioso cada día más polvoriento. He obviado los cumpleaños, bodas, bautizos, santos y comuniones, que sin embargo también se enraizan en la religión.
La perversión es sutil y por ello tanto más peligrosa. Yo propongo aquí que regalar es una forma de pereza. Muchas personas se escandalizarían ante esta afirmación, pero es esencialmente cierta. Cualquiera de las celebraciones mencionadas es motivo de compañía y de expresión real de nuestros afectos. Al sustituir eso por regalos acumulables, nos ahorramos el pequeño esfuerzo de conocer al otro, por próximo que éste sea.
Es como si una persona enferma recibiera una visita que consistiera en preguntar cómo estás y dejar un ramo de flores, en lugar de efectuar el simple pero impagable gesto de agarrar la mano del enfermo con cariño. Personalmente, los mejores cumpleaños que he tenido en mi vida consistieron en comer con una persona muy concreta un simple bizcocho juntos, y ello en pleno siglo XXI. Supongo que eso constituye una herejía.
Pero permitan que les replique. Antes he mencionado el aspecto religioso de muchos de los festivos en que nos lanzamos como fieras a los centros comerciales. Uno debería preguntarse a qué apela la religión en su esencia, libre de fanatismos. El Islam mismo establece que "incluso salir al encuentro de tu hermano con una cara sonriente es caridad". La verdadera herejía, que atenta contra el sentido común, es dar obsequios con cara de circunstancias.
sábado, 5 de febrero de 2011
El misántropo
Probablemente, era una buena chica, pero yo nunca llegué a saberlo. Tenía los pies tan firmemente plantados en el suelo que era incapaz de elevarse un centímetro sin sentir vértigo. Era una mujer del mundo, y aunque durante un tiempo fingimos lo contrario, jamás nos entendimos. Fue culpa mía, casi seguro. Nunca quise dejar que me cambiara, y nunca le dejé conocerme. Cuando se miraba en mí, sentía rechazo, aunque nunca se atrevió a decirme lo que pensaba sinceramente.
Sí, vivía en el mundo. Le importaban mucho las apariencias, la simpatía con los desconocidos, las buenas maneras y la educación, las normas y el saber estar. Yo siempre estaba demasiado desconcertado mirando la naranja como para decidirme a comérmela. Ella odiaba que yo odiara a todo el mundo, incluida a ella la mayor parte del tiempo. No se podía hacer nada, y nunca lo entendió. En el fondo la comprendo y la compadezco.
Ella tenía miedo, de eso no hay duda. No de mí, sino de las cosas que yo me atrevo a mirar, y que están acechando como pozos donde caen los niños infortunados. Yo puedo saltar muy alto, y por el mismo motivo, puedo también hundirme en la tierra hasta cubrirme por entero. Cuando yo me reía, la hacía llorar, y cuando ella lloraba, yo sólo sentía una cierta náusea. No me era posible entender que lo pequeño fuera inmenso y esencial para ella.
No la perdono del todo. Había algo nocivo en su convencionalismo. No, mujer, no me interesa la vida en sociedad, no me interesan los clubs de baile, ni las playas, ni las reuniones de amigos, ni las fiestas, ni bañarme en la piscina, ni hacer lo que otros dicen que es correcto sin convencerme. Nada de todo eso que tiene tanta importancia para tu cordura me importa en lo más mínimo. Mi cabeza da vueltas como los planetas. No tengo tiempo para flores ni para bombones, ni para arreglarme la corbata.
No me interesa la ropa, ni los teléfonos, ni las mil normas absurdas que a ti tanto te agradan. No juzgo con tanta precisión sin tener elementos para poder hacerlo. Tú estabas tan segura de todo, y yo sólo lo estaba de que nada es seguro. Yo no te pedí que te acercaras a mí, fue tu error, te lo advertí. No eres mala chica. No lo era, vuelvo a decirlo. Sólo era una más de esas que se pasean con sus tacones, tan afilados como frágiles.
sábado, 22 de enero de 2011
Tiras diarias
La lectura de periódicos por Internet es una actividad placentera, qué duda cabe. Cada vez se alejan más los tiempos entrañables en que dejaban el diario y la botella de leche en la puerta. Quizás esos días no existieron nunca. En todo caso, hay que tener cuidado con las actividades placenteras y cómodas, porque nunca son inofensivas. Leer titulares en el vasto ciberespacio tiene también sus inconvenientes.
Se requiere tiempo para leer un periódico. No hay por qué leerlo entero: a unos les interesa más la economía y a otros los deportes. Pero leer en profundidad las noticias más destacadas de un día requiere unas dos horas. He dicho destacadas porque no hay ninguna noticia importante. Un diario en Internet, para empezar, no es ni siquiera un diario. Es una página de información dinámica con todo lo que ello comporta.
Lo que quiero decir es que la portada digital de El Mundo cambia al menos unas diez veces al día. Eso significa mucha información, pero también que es mucho más difícil leerla. La inmediatez de la información trae consigo su acumulación y su irrelevancia. Raro es el lector que recuerde lo que leyó en un periódico el jueves pasado. En Internet es imposible, porque los diarios digitales son el mundo de la actualidad permanente.
Todo tiene el mismo nivel de prioridad. Los asuntos más triviales e insignificantes se mezclan en una sinfonía extraña con la muerte y la tragedia. Tenemos un accidente aéreo a la misma altura que la cirugía plástica de un famoso, un atentado terrorista tiene que codearse con las juergas de un futbolista. No hay más que ver las secciones de noticias más leídas para ver cómo el público se nutre cada día con esos potajes indigestos.
Todo cambia: es una ley inexorable. Pero al hombre racional le gusta mantener la ilusión de la permanencia, siquiera para poder reflexionar en lo que al final va a perder. Entiendo que Sargón de Acadia haya sido olvidado por el mismo polvo en que se convirtió. Contemplo tristemente que los etruscos son sólo un asunto académico. El tiempo no perdona ni a las civilizaciones. Pero me parece atroz que el público hable cada día de asuntos distintos.
sábado, 8 de enero de 2011
Vigilia que duerme
Es muy curioso el país de los sueños. Si me pidieran que describiera los míos, lo encontraría muy difícil: lo que puedo decir es que son variados, plagados de detalles inconexos, a veces creativos o sorprendentes, a menudo urbanos, fantasiosos y melancólicos. Tengo la certeza, a partir de mi propia experiencia, de que todo intento de interpretación, de Freud en adelante, es de antemano un error. Por lo que otros me cuentan, los sueños son algo más personal que universal.
El tópico se ha atribuido el dudoso mérito de catalogar el mundo onírico dentro de la ficción. La ficción, que supera al tópico sólo por media cabeza, se ha encargado de igualar la realidad a la categoría de sueño. Yo sólo puedo sospechar que la verdad no se encuentra en tales extremos. Es obvio que los dos mundos se comunican entre ellos. Nuestros sueños se alimentan claramente de lo que nos ocurre en la vida diaria.
Menos clara es la influencia de los sueños en la vigilia, más allá de ciertas inquietudes o reflejos que no siempre reconocemos con exactitud. Se ha escrito mucho sobre las diferencias entre los sueños y la realidad. Se ha dicho que los sueños no tienen memoria, pero yo mismo tengo la experiencia de recordar durmiendo cosas que me habían ocurrido durmiendo también. Tengo una vida onírica que no está totalmente ausente de coherencia interna.
Por lo demás, me cuesta pensar en la vigilia como la única realidad. En muy poco nos tendríamos que tener los hombres para admitir que la rutina diaria es nuestra verdad. En la mayor parte de los casos, un día es una dieta muy pobre para la mente. Trayectos apagados hacia la escuela o el trabajo, poblados de caras apáticas o enfadadas. Actividades monótonas en las que nos pasamos incontables horas, para un provecho dudoso.
Conversaciones banales o estúpidas en el mejor de los casos, enfrentamientos igualmente banales o estúpidos no pocas veces. Trayecto de vuelta, igualmente apagado. Entre tarea y tarea, intentos torpes de comunicación familiar. De cuando en cuando, sexo rutinario. Cansancio, televisión y cama. Escapadas en fines de semana y vacaciones, que rara vez colman las expectativas. Y dormir, tal vez soñar.
La Naturaleza no inventó el cerebro humano para tan poca cosa, del mismo modo que un tigre no nació para ser pastor. Todos tenemos inquietudes y deseos que sobrepasan en mucho lo que nos ofrece la llamada realidad, que de ser coherente, suele serlo en su pobreza. Es posible que algunas de esas inquietudes se canalicen a través del variado teatro de la noche. Pero el consumo de ficción y la diversión enloquecida demuestran que tampoco eso basta.
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