sábado, 24 de septiembre de 2011

Final y principio


No sé exactamente cuáles fueron las razones por las que empecé este blog, más allá de encontrar un medio de expresión. A partir de un momento dado, y no del todo con mi consentimiento, las entradas empezaron a tomar un rumbo determinado, y el blog desarrolló una especie de consciencia propia. Quizás sea el único logro real de esta modesta empresa, realizada de espaldas al público, y que abandono por motivos personales y generales. Algo he de decir sobre estos últimos.
Es una tarea difícil nadar contracorriente. En el momento en que escribo estas líneas, las redes sociales forman una parte ya irreversible del mundo que nos rodea. Apple planea sacar, por lo visto cada año, un nuevo aparatito. El Blu-Ray ha sustituido al DVD, los teléfonos son ahora inteligentes, y se lee a través de finas pantallas. De hecho, estamos rodeados de pantallas grandes y pequeñas que absorben nuestras almas a través de los ojos.
Han pasado diez años ya desde que cayeron las Torres Gemelas. Entramos en una nueva década, en la que parece haber un deseo de pasar una página antes de haberla comprendido. Mientras una crisis económica interminable amenaza con debilitar Occidente a favor de un Oriente que imita sus vicios, una corriente de protestas con sordina se consume a través de los países. Los valores espirituales se han convertido en trajes incómodos.
Las edades han desaparecido. Una niña de doce años y una mujer de cincuenta llevan atuendos similares, y tienen costumbres parecidas. Los padres y los hijos están distanciados en el tiempo y en el espacio. La sociedad es cada vez más sexual y más violenta psicológicamente, a veces físicamente. La educación, al menos la que yo conozco, es un árbol arrancado del suelo y con las raíces cortadas. Este es el gran momento de los cínicos.
Sobre algunas de estas cosas he escrito aquí, a modo de vana advertencia. Me he dado cuenta de que todo puede cambiar muy deprisa, a menudo para peor. Más allá de algunas pistas vagas, desconozco cómo se vivía en la época de mis antepasados, pero siento hondamente que estoy viviendo en un momento equivocado de la historia. Y esta página me ha servido no poco para darme cuenta de ello, para insinuarme un camino alternativo.
Porque siempre hay una nota de esperanza. Ha habido un tapiz de fondo en este proyecto, en el que algunas de sus entradas han servido de postes que parecen apuntar hacia una isla de la que ahora mismo sólo veo una costa borrosa. A veces sueño con ese destino, que sin duda me elegirá a mi. De hecho, hay una entrada clave al respecto, quizás la piedra angular sobre la que poder construir un nuevo futuro personal, si las estrellas me conceden la salud y el tiempo necesarios.

sábado, 14 de mayo de 2011

Show Business


Hace ya algún tiempo, la revista especializada en cine "Dirigido" hizo un especial sobre "50 obras maestras del cine europeo". Aunque más adelante lo ampliaron con otras 50, no deja de ser significativo e irónico, y me pregunto si los redactores de la revista se dieron cuenta de ello. ¿Verdad que nadie en su sano juicio podría concebir un especial sobre 50 obras maestras del cine norteamericano?
La razón es bien simple. Dejemos aparte el debate sobre quién inventó el cine primero, lo cierto es que las primeras expresiones del séptimo arte se dieron en Europa, aunque me gustaría dejar claro, especialmente a los fans de Tesla y a los desmitificadores, que Edison, por muy desgradable que fuera, era sobretodo un coloso, un genio de la invención y de los negocios. Después de todo, no hay genios agradables, ni demasiadas personas encantadoras.
Pero en cuanto Estados Unidos empezó a dar rienda suelta a su ingenio con el invento, algo despertó, una especie de frenesí creativo que, a pesar de mi debilidad por el cine mudo, explotó de tal modo que un especial sobre 50 obras maestras del cine americano debería incluir "de cualquier año" entre los años 30 y los 60, y quizás nos quedaríamos cortos. Uno debe preguntarse qué es lo que entendieron los estudios de Hollywood.
Ni más ni menos, que el cine es, por encima de todo, un medio de diversión y entretenimiento. Una película no está obligada a hacernos reflexionar, pero sí está obligada a no ser aburrida, cosa que el público que paga una entrada entiende muy bien. Mientras el cine europeo colocaba el fondo por encima de la forma, un poco a la manera de ciertos escritores ilegibles, el cine estadounidense supeditaba todo a la forma.
De este modo, se crearon dos cosas: una escuela ininterrumpida y una técnica. Los directores nacidos en Europa que tenían inquietudes emigraron a la meca del Cine, porque entendieron que allí tendrían los mejores medios, tanto humanos como técnicos. Cojamos por ejemplo a Orson Welles, y compárense Mr. Arkadin y Sed de Mal. Siendo igualmente brillantes (otro genio indiscutible), Sed de Mal tiene mucha mejor factura técnica.
Por desgracia, el cine norteamericano actual está muy lejos de ser lo que fue, y no sólo eso: es que fuera de los círculos más o menos académicos que representa la revista Dirigido, nadie se acuerda de los films antiguos. El público joven tiene una educación cinéfila lamentable, y es a ellos a quien van dirigidos los engendros que Hollywood tiene a bien producir a mansalva. Al final, hay una cierta justicia en ver que el mejor cine de hoy en día ya no es casi exclusivo de una sola nación.

sábado, 7 de mayo de 2011

Amarga victoria


Cuando conocí la increíble noticia de que Osama Bin Laden había sido eliminado por el ejército de Estados Unidos, me dejé embargar por la euforia durante un par de días. Y, dicho sea de paso, no puedo decir, como otros, que la euforia no estuviera justificada. Desde luego, el tipo merecía morir como lo hizo, por lo menos. No voy a entrar aquí en sesudas disquisiciones legales ni políticas, que de eso se puede leer en todas partes, y nunca fue ese el propósito de mi blog.
Pasada la euforia, sin embargo, me embargó una melancolía parecida a la que describía Gibbon cuando acabo su Historia. Me puse a pensar. Pensé en lo que significó para mí el 11 de Septiembre, que fue como un estallido de luz bajo el cual se revelaron los verdaderos rostros de muchas personas y personalidades, y cuya faz fue confirmada con los atentados de Madrid y Londres. Sigo viendo aquella luz y sigo viendo esas caras.
Mi hermano, siempre más sabio que yo, me envió un cuento chino, adaptado por los sufís, que me hizo reflexionar sobre lo relativo de las cosas. Yo recordé cuando, después de haber perdido a Gwen Stacy, Spiderman dice después de la muerte del Duende Verde: "Debería sentirme satisfecho, pero sólo me siento un poco más solo". Recordé lo que el estoico Dr. Manhattan le dice al ingenuo y siniestro Veidt: "Nada acaba nunca, Adrian".
Cuando la televisión retransmitió aquellas terribles imágenes del World Trade Center, yo creía en muchas cosas: en la democracia y el capitalismo, con una fe casi inquebrantable. A día de hoy, estoy cerca de aborrecer lo que significan ambos términos, porque al amparo de ellos, se cometen injusticias tan graves, tan tremendas como los atentados yihadistas, sólo que más sordas, ocultas y calladas. Ya no vale lo del enemigo común, porque han cambiado muchas cosas.
Hace poco he revisado la magistral película de J.L. Mankiewicz, Cleopatra. Cuando César derrota a Pompeyo en Farsalia, sus soldados le dicen que ha conseguido una gran victoria, y él replica "¿Sobre quién? ¿Sobre qué?". Más adelante, cuando los Ptolomeos le ofrecen la cabeza de su viejo enemigo como regalo conciliatorio, el rostro de César se ensombrece y dice "Hay demasiado sol". Sí, hay demasiado sol también para mi humilde cabeza.

domingo, 17 de abril de 2011

Sordos y mudos


Algunos insignes escritores, que no mencionaré porque los admiro mucho, ponen el acento en la preeminencia de la palabra oral por encima de la palabra escrita. El propósito de estas líneas es rebatir ese argumento. Aunque los que defienden la maestría oral nunca ignoran que la mayoría de personas no tenemos la oratoria de Sócrates, sí parecen omitir el hecho de que incluso los pánfilos se toman algo más de cuidado cuando ponen algo por escrito que cuando abren sus bocas.
Las palabras escritas tienen algo mágico, una especie de autoridad, quizás otorgada por su naturaleza simbólica. Ciertamente, se escriben muchas idioteces, pero lo que es innegable es que no hay conversación que no esté sembrada de tópicos, a menudo penosos. Personalmente, admiro más el silencio que los ruidos que salen de la lengua del que me habla. Quizás influye el hecho de que oralmente soy torpe, mientras que me siento cómodo escribiendo.
Hay otro poderoso argumento, y es que no hay nada más inútil que una discusión. Jamás he visto que una persona haya convencido a otra de algo mediante el uso, al principio amable y finalmente hostil, de las armas de la oratoria, en la que, todo sea dicho, ya no quedan maestros. Nadie se convence por los consejos o admoniciones de otro, cualesquiera sea el lazo que les una. Cada uno encuentra, a menudo pasmadamente, su propia verdad por sí mismo.
De la preeminencia de la palabra escrita sobre la oral es paradigma la figura de Wittgenstein, que en sus obras escritas dejó bien claros cuáles eran los límites del lenguaje oral. Ludwig escribió en una carta esta frase extraordinaria: "Creo, en una palabra, que todo aquello sobre lo que muchos hoy parlotean lo he puesto en evidencia yo en mi libro guardando silencio sobre ello." El último gran filósofo dejó bien claras las cosas.
El ejemplo más célebre de esto es la conversión de San Pablo, que puede ser interpretada de muchas maneras. La mía es esta: perseguidor celoso de los cristianos, se convirtió porque llegó desde el extremo opuesto, que suele ser el camino desde el que uno descubre su verdad. Quizás yo he llevado mi argumento hasta un extremo, pero es naturalmente obvio que el lenguaje es incapaz de transmitir muchas de las cosas más importantes.

domingo, 10 de abril de 2011

Voces en la arena


Hace algunas semanas, el columnista Hermann Tertsch deseó que los países árabes salieran de las revueltas con un futuro "a la europea". Muchas tonterías se han dicho sobre la revuelta que está azotando, en distintos grados, a algunas dictaduras de Oriente Medio, y no es esta una de las más pequeñas, desde luego. Yo, que no soy especialista en temas tan complicados, quiero sin embargo añadir una reflexión.
Estamos asistiendo a un proceso histórico de resultados inciertos, en el que es casi imposible predecir el resultado. Por lo pronto, hay una guerra civil en Libia que no tiene visos de acabar a corto plazo. Es necesario destacar, sin embargo, que todo empezó con el sacrificio de un sólo hombre, Mohamed Bouazizi, en Túnez. Todos los que dicen en la vieja Europa que nadie puede cambiar el destino deberían tener presente ese nombre.
Pero yo me pregunto una cosa: ¿por qué están luchando estos jóvenes árabes? Porque si luchan por transformar sus dictaduras en las dictaduras de las urnas y las mayorías, están muriendo en vano. Si están peleando, con coraje y tesón infinitos, para instalar en sus países sistemas políticos como los europeos, para convertirse en sociedades que tengan como modelo a la podrida Europa, su sangre se está derramando en vano.
El Suplemento especial que la Vanguardia dedica al tema (hecho con ciertas prisas, y se nota), compara estas revueltas con la revolución de 1848 en Europa. ¡Valiente comparación! Todo el que haya leído La Educación Sentimental, o conozca un mínimo la historia de nuestro continente en los años posteriores a aquella farsa, culminada en la guerra de las trincheras que fue la mayor farsa de todos, debería borrar ese ejemplo.
Los que luchan en Libia y Siria por una nueva paz, como los que se manifestaron antes en Túnez y Egipto, tienen el derecho de elegir por sí mismos su destino. Los países occidentales, que bastante daño hicieron ya a esas sociedades para imponerles nuestros modelos caducados, no tienen derecho a marcar el camino. Los vivos y los muertos tienen la potestad de escoger un camino de libertad auténtica, o su propia manera de ser infelices.

domingo, 20 de marzo de 2011

Una broma cósmica


Si hay algo en común entre todos los habitantes de este atribulado planeta, es la búsqueda de un sentido. El cerebro humano, como parte de la Naturaleza que lo engendró, tiene el horror vacui, es decir que necesita, para la supervivencia de su huésped, una explicación, una finalidad. Necesita buscar los planos secretos de la arquitectura de la realidad, aun sabiendo que la búsqueda está condenada al fracaso.
Un numeroso grupo de gente busca eso en la fe religiosa. Sobre esto sólo puedo decir que hay muchos tipos de religiones y más dioses que los del cielo. Es decir, la confianza ciega en la ciencia es una religión, del mismo modo que también son credos el abrazo del placer, la defensa del medio ambiente, la búsqueda de la pareja ideal, las consignas políticas, el humanismo y el ateísmo. Todos esos fenómenos psicológicos, aparentemente tan dispares, son en esencia el mismo anhelo.
Y sin embargo, es posible que todas esas búsquedas sean inútiles. Chesterton dijo que la verdad no tiene sentido. Es posible, de hecho, que no haya planos secretos, ni sentido alguno en la existencia. Un creciente número de evidencias inclina mi mente a suponerlo. Si hay alguna finalidad en nuestra civilización, soy incapaz de distinguirla. Por supuesto, es aterrador pensar que nada tenga sentido.
La ciencia misma está contribuyendo a alimentar el horror vacui. De hecho, hay que ser bastante ignorante en temas científicos para apoyarse en los mismos en busca de consuelo o de una lanza con la que derribar a los viejos dioses. Partículas sin masa, evolución puntuada, la lógica difusa, la teoría del caos, genes sin función, supercuerdas: la ciencia ha dejado de tener sentido hace ya un buen número de años.
Pero, vencido el miedo al vacío, lo que queda es una broma cósmica en sus proporciones y en su perfección. Ante esa monumental farsa, las opciones son volverse loco, crear tus propias reglas o morirse de risa. El Joker, que tan popular se ha hecho con la última película de Batman, hizo las tres cosas a la vez. A una persona perceptiva le basta ver un par de telediarios, y pensar un poco en lo que ha visto, para empezar a soltar carcajadas.

sábado, 12 de marzo de 2011

Por uno mismo


Vivimos en una época obsesionada con la educación. Eso no estaría mal si nos centráramos más en la calidad de la educación que en la cantidad de la misma, lo cual, por desgracia, no es el caso. Así que voy a decir unas cuantas blasfemias al respecto. Para empezar, yo creo que el período de formación académica de una persona no debe eternizarse. Por descontado que uno se pasa la vida aprendiendo, pero no en un aula.
Cada vez que veo en algún sitio los elogios a esos que tienen tres carreras, o a cincuentones que estudian "para divertirse", me entra algo de repugnancia. Yo entiendo que la educación formal ha de consistir, en esencia, en dar a un alumno las herramientas que necesitará para luego poder aprender por sí mismo a lo largo de su carrera profesional. Esto, por descontado, no se cumple en casi ningún centro académico.
El mundo no es más complejo de lo que era hace tres mil años. Sólo nosotros lo hemos hecho más complejo. Una de las cosas más divertidas que suelen ofrecer las empresas de nuestros tiempos se llama "formación continua", es decir, un montón de cursillos inútiles en los que se cumple la profecia de Flaubert: pues, en efecto, "la industria está generando una gran cantidad de estupidez".
La calidad de nuestro aprendizaje es lo que cuenta. Si un alumno no llega ya totalmente inhabilitado a la Universidad, ésta se encarga de rematar la faena. Tengo por certeza que la educación tal y como está planteada se encarga eficazmente de castrar todo deseo de iniciativa, de cargar a sus víctimas con conocimientos que nunca usarán, y de podar su imaginación con eficacia sistemática.
Todos mis elogios van para los autodidactas, una especie en peligro de extinción. Para aquellos que aprendieron por sí mismos, sin importar lo altas que fueran las cumbres que alcanzaran. Pues los autodidactas, al no estar limitados por un esquema impuesto, pueden pensar con autonomía. Y un recuerdo final para los padres de mis padres, que sin leer ni escribir eran más sabios que toda la gente que acabé conociendo después.