lunes, 29 de marzo de 2010

Poder del pueblo


En varias ocasiones he debatido con cierta persona sobre los sistemas políticos. Como nos respetamos y nos tenemos la máxima confianza, mi buen amigo me ha repetido varias veces la poca fe que le despierta la democracia, con argumentos convincentes y apasionados. Opina que la democracia es un foco de corrupción, y que obliga a los presidentes a trabajar siempre con miras a los intereses de los votantes, que diferencia de los intereses reales del pueblo. Esta amena conversación suele terminar con un comprensivo, acaso melancólico silencio por mi parte.
No le falta razón, por supuesto. Yo mismo tengo poco respeto por un sistema en el que cualquier idiota puede participar en la decisión de quién va a gobernarnos. Pero quizá es que los dos hablamos como españoles, es decir, sufridores de la peor democracia de toda Europa, y que en su mismo nacimiento contenía las semillas de su propia destrucción: una Constitución difícil de mejorar, una poco clara división de poderes, instituciones inútiles como el Senado, leyes proporcionales, y la participación de partidos regionales.
Uno no puede descreer del todo en la democracia, porque la alternativa, como bien sabía Churchill, es temible. Al menos hoy en día, porque el Imperio Romano, contando su hermano Oriental, duró con un grado de orden razonable la friolera de quince siglos. Pero para las necesidades de los ciudadanos de hoy en día, el sistema representativo es el único posible. De hecho, es en los países totalitarios donde hay las más altas tasas de miseria y corrupción. Un hombre con poder absoluto, por sabio que sea, proyectará su personalidad en ese poder.
Hay países que manejan el sistema mejor que el nuestro. Inglaterra ejerce un bipartidismo saludable, además de contener la legislación contra la corrupción más avanzada, junto con Holanda y los países nórdicos, de Occidente. Francia elige a sus gobernantes a dos vueltas por si hay dudas sobre el resultado. En Estados Unidos las elecciones son un proceso muy complicado y equilibrado, y los contrapesos al poder presidencial son fuertes y numerosos. Y en Suiza, modelo de modelos, funciona la soñada democracia directa. La fuerza del sistema es su flexibilidad, en los países que así se lo quieran plantear.

viernes, 19 de marzo de 2010

Una vida doble


La historia de Christopher Langan, que puede consultarse aquí, me ha sorprendido y es motivo de alguna reflexión. Si uno lee la noticia por encima, se llevará una impresión aparentemente clara: la de un genio de la naturaleza al que la vida ha condenado al fracaso. Desde luego, tiene bemoles que un hombre con un coeficiente intelectual de 200 se haya pasado 20 años trabajando de portero de noche en una discoteca. Bien puede ser, sin embargo, que todo lo que he dicho hasta ahora sea un cúmulo de errores.
Sabemos que Langan nació en una familia problemática, y sin embargo, decidió desde bien joven hacer pesas para, al final, hacer desaparecer a un padrastro maltratador. A los 14 años lo echó de su vida para siempre, por la fuerza. Empezó la Universidad, pero por lógica la abandonó, como describe él mismo gráficamente: "Podía enseñar a los profesores más de lo que ellos podían enseñarme a mí". Dejando pues la rueda académica, se enroló en todo tipo de trabajos, a cual más pintoresco.
Luego refiere la noticia que trabajó como portero de un local en Long Island, debido a su imponente masa muscular. Pero, como la inteligencia no es algo que se pueda esconder debajo de la alfombra, porque siempre sale de ella, canalizó su enorme potencial en la pizarra de su casa, al salir del trabajo, elaborando las ecuaciones de su modelo cognitivo-teórico del Universo. Desde luego, para alguien no versado en física, es imposible saber cuánto de acertado o erróneo hay en ello. Langan propone que la mente y el universo no son cosas desligadas.
La idea es atractiva de modo intuitivo. Probablemente su modelo no resista un enfoque serio desde la comunidad científica. Aunque cabe recordar que la ciencia oficial tardó mucho tiempo en reconocer que Alfred Wegener y Gregor Mendel, por citar dos, tenían razón. De todos modos, hay que ser preciso en deslindar la ciencia de la intuición, por deslumbrante que ésta sea. Conviene no olvidar, por si acaso, que este tipo es más inteligente que cualquiera que esté escribiendo o leyendo estas palabras.
Lo que llama mi atención es que Langan está casado con una brillante neuropsicóloga y es dueño de un rancho de caballos. Mi pregunta es dónde está el fracaso de un hombre que supo enfrentarse a todos los obstáculos que la vida suele poner a los que son como él, con paciencia y tesón. Tenemos que revisar a fondo los conceptos que tenemos del triunfo y el fracaso si queremos entender un poco este complejo universo. En conclusión, este hombre ha triunfado de sí mismo, y no hay victoria mayor que esa.

domingo, 14 de marzo de 2010

El templo en ruinas


Es célebre la cita de Rudyard Kipling de que "Oriente es Oriente, Occidente es Occidente y jamás se encontrarán". Pero no es menos conocido que Kipling viajó a Japón, y que ya observó signos ominosos de modernidad inglesa. Hoy Japón es un país muy contradictorio y bastante poco oriental, todo sea dicho. Entre el patético suicidio de Mishima y las colas en las tiendas Apple en Ginza ha pasado tan sólo un suspiro. William Gibson veía el futuro en ese país borracho de tecnología, pero Gibson no elogia ese futuro.
La legítima atracción por la riqueza y la modernidad ha alcanzado a otros países de la costa del Pacífico, que ahora mismo, en términos económicos, es una de las más vivas del mundo. No tengo nada que añadir a lo que pasa en China, el gigante está a la vista de todos. Corea del Sur y Taiwán son otros ejemplos de la conversión que está sufriendo ese Oriente antaño inescrutable a los valores de nuestro mundo moderno. La India, ese país tan diverso, está ya aporreando con firmeza las puertas del club.
En líneas generales, es para estar contentos, pues no hay nada más odioso que la pobreza. Y sin embargo, no puedo dejar de pensar en lo que este proceso, cuyas consecuencias políticas me importan un rábano, significará para las corrientes espirituales, todas ellas admirables, que en Oriente nacieron y que probablemente irán muriendo poco a poco: el hinduísmo, el taoísmo, el confucianismo y el budismo. Las conozco muy superficialmente, del mismo modo que las conocían los hippies de los sesenta, pero no recuerdo que ninguna de ellas alabara las virtudes de los millonarios.
Raimon Panikkar, que las conoce mejor que nadie, comenta que en esos países en que vivió tantos años no hay castigos morales a la riqueza. También llegó a decir, con una sonrisa cansada, que la gente se da cuenta de que no podemos caer más bajo. En su gran sabiduría, Panikkar se mostraba optimista al meditar que ese era el germen de una nueva conciencia global. A mí, que soy el menos sabio de los seres, la palabra global me asusta. Perdida casi ya la espiritualidad en nuestras tierras, asisto desalentado a un presente en que las enseñanzas de tantos maestros lejanos empiezan ya a dejar de ser escuchadas.

sábado, 6 de marzo de 2010

El hombre del espejo


Debiera resultar evidente que hay bien y hay mal en este mundo. Muchos hijos bastardos de la psicología lo relativizan todo, y achacan las crueldades al ambiente, a una infancia terrible, a la pobreza, o a la falta de oportunidades. Negando el libre albedrío, negamos también el mérito de las personas que, bajo las mismas circunstancias negativas antes mencionadas, eligen otro camino, casi siempre el más difícil.
Pero hay que tener extremo cuidado con este asunto. Partiendo de la premisa de que no hay nadie completamente inocente, lo lógico es que la cantidad de bien y de mal se distribuya según una normal. Es decir, la mayoría de personas cometen pequeñas maldades y pequeños bienes, algunas pocas son extremadamente crueles, y, con frecuencia aún menor, algunas están cerca de la santidad. Las excepciones confirman la regla de que en cada uno de nosotros convive lo mejor y lo peor.
Ahora bien, ¿puede saber una persona determinada que está haciendo el mal? En la época de la Inquisición, por ejemplo, los torturadores bajo la égida de la Iglesia estaban convencidos de que servían a una buena causa. Del mismo modo, un terrorista puede considerar sacrificables a ciertas personas si eso conduce a la libertad de su pueblo. Si hombres como estos no creen que estén haciendo algo malo, ¿cómo condenarlos?
He tratado de evitar tres tratamientos comunes a la hora de escribir esto: la perspectiva religiosa, que es demasiado prolija y en la que no soy un experto, el uso de ejemplos determinados, puesto que yo soy el último para juzgar si tal o cual personajes de la Historia fueron mejores o peores, y mi propia opinión personal, que es más bien pesimista e interferiría en el asunto que trato. He intentado, en suma, ser neutral en este juego
El derecho establece que una persona es condenable si distingue el bien del mal y hace esto último. No tengo demasiada fe en la justicia, todo sea dicho. Los jueces que tanto estremecían a Flaubert no pueden distinguir entre aquellos que se pierden por exceso de bien, o aquellos que se salvan a pesar de sus crímenes. Sólo hay, a mi juicio, tres síntomas de que una persona está a punto de caer en la oscuridad: primero, que se cree buena, segundo, que no duda nunca de sus actos, y tercero, que no se arrepiente nunca de nada.