domingo, 18 de julio de 2010

Work in progress


Cuando me encuentro con un amigo casual y me pregunta ociosamente qué estoy leyendo, rara vez respondo con sinceridad. El caso es que ahora mismo estoy leyendo la Obra Selecta de Edmund Wilson, autor poco conocido por los amigos casuales, y como sólo en la intimidad más absoluta doy rienda suelta a mi demonio, la ocasión merece unas pocas palabras, porque el libro está causando un efecto en mí, como no podía ser de otra manera.
Naturalmente, no estoy de acuerdo con muchas de las opiniones de Wilson, un crítico incapaz de apreciar las virtudes de la literatura popular de entretenimiento, obsesionado como estaba por el artificio del realismo psicológico. No es ese el tema, sin embargo: Wilson ofrece ensayos deslumbrantes sobre escritores (la expresión es suya) de primera línea, que corresponden a sus afinidades estéticas, pero cuya huella es innegable.
Más allá de un talento esencial, que no es otra cosa que una extensión de la responsabilidad, una virtud secreta une a nombres aparentemente dispares como Flaubert, Henry James y Kafka. Esa virtud, compartida parcialmente por Wilson, es el amor absoluto y casi fatal por el oficio de escribir, hasta tal punto, que no encontraron un amor mundano que lo sustituyera. Para hombres como estos, escribir es una cosa difícil y muy seria, por la que vale la pena entregarlo y sacrificarlo todo.
Los resultados están ahí. Pocas obras costaron más trabajo a sus artífices que La Educación Sentimental, Lo que Maisie supo, o El Proceso. Pocas obras son memorables hasta ese punto en la historia de la literatura. Flaubert hizo tres borradores de la primera a lo largo de los años, James documenta en sus diarios lo extenuante del punto de vista de Maisie, y Kafka sacrificó su salud y su sueño para labrar su simbólica pesadilla. Estos artífices nunca se rindieron a la pereza, y de ahí el resultado.
Hay y ha habido escritores cuyos logros son inferiores a su potencial innegable. Es significativo que, recogiendo una queja íntima de Wilson que no se atreve a expresar claramente, no haya una gran novela americana como lo que fue Guerra y Paz para los rusos. La idiosincrasia del país bien da para el tema. Bajo la malhumorada faz de Edmund Wilson, se encuentra la decepción de un hombre que se supo en un país que sería lo que Roma fue para Grecia: una nación de conquista con complejo de inferioridad.

sábado, 10 de julio de 2010

Mirad los cielos


El profesor Lang, titular de la cátedra de Astronomía de la Universidad de Miskatonic, descubrió que una raza extraterrestre hostil y antigua pretendía destruir la Tierra. Lo observó por su telescopio e interceptó las crípticas comunicaciones entre las naves, que atravesaban ya la nube de Oort. Lo cierto es que la flota invasora tenía una debilidad que Lang había averiguado, de modo que la vida de la Tierra dependía del aviso del doctor Lang.
Avisó primero a sus alumnos, en una clase que dejó de ser rutinaria. Escribió una serie de fórmulas que acaso sólo él pudiera entender, y les explicó la situación a sus queridos estudiantes, que mostraron un rostro demudado. No duró. Las carcajadas pudieron oírse hasta el mismo paraninfo, y Lang se puso rojo de furia, que no de vergüenza. Una de sus alumnas favoritas levantó la mano para decir: "Profesor, ¿es su manera de decir que hay un examen sorpresa?"
Lo intentó con sus colegas, y al menos ellos no se rieron ni un instante. En lugar de eso, lo miraron por encima del hombro. Algunos de ellos, que Lang siempre consideró amigos, se descubrieron al decirle que "siempre has sido un poco excéntrico". Casi todos coincidieron en que debía mantenerse en su área de especialidad, y no aventurar idioteces. Nadie había contribuído nada especial a la Ciencia, pero todos dieron sus consejos.
Lang no vivía en la ciudad. Mientras conducía, tomó la decisión de, al menos, avisar a su familia. Cuando llegó a casa, confesó sus suposiciones a su querida esposa. Los niños duermen, sin saber lo que nos espera, cariño. Deberíamos ponernos a salvo. Ella no se rió, ni fue condescendiente, simplemente escuchó atenta. Lang creyó haberla convencido. Sin embargo, cuando pudo tomarse su cena tardía, ella se fue al dormitorio, no sin antes decirle: "Mañana, recoge los platos, amor. Tengo guardia todo el día".
Ella tampoco le creía. En un último intento, el catedrático Lang llamó intempestivamente a un amigo íntimo, al que hace tiempo que no veía, y quedaron en una cervecería, casi a medianoche. El amigo escuchó toda la historia, y acaso creyó a Lang, pero: "¿Qué puedo hacer yo solo, contando con que fuera cierto?" Lang cayó presa de la desesperación. Pausa. Cuando llegaron las naves, ya invencibles, ya demasiado tarde para todos, el profesor lloró por Newton, por Cervantes y por sus hijos.
Sin embargo, las naves se lo llevaron antes de destruir la Tierra para siempre. Lo abdujeron. Los alienígenas, que no puedo describir, lo recibieron cálidamente con un murmullo que sólo Lang entendía, el mismo que había oído en las comunicaciones interceptadas. Lang, aunque quizás no fuera ese su nombre, había vuelto a su hogar, y estaba de nuevo con los suyos.

sábado, 3 de julio de 2010

Tiempo de parar


El Verano, cuyo comienzo astronómico ha coincidido casi exactamente con su comienzo real, es la estación del año en que resulta más difícil pensar. No es sólo el achicharrante calor, que derrite cualquier buena intención de sacar algo decente, sino la complicidad profunda de la humanidad, el ponerse de acuerdo todos en coronar como reina de la fiesta a la banalidad pura y dura.
Estímulos no faltan, porque los mercaderes ya no descansan ni en Agosto. Pero la capacidad de absorber esos estímulos disminuye casi a cero. Después de todo, el ser humano no es tan homeotermo como se dice. Si sales a cualquier calle, ves lo que William Gull decía en From Hell: an elicit display of sex. El sexo es tan palpable, la piel está tan expuesta, y hace tanto calor, mi amol, que los instintos más primarios sustituyen a cualquier otro. Hay que ir de fiesta en fiesta hasta reventar.
En la prensa no hay noticias que valgan la pena, si es que las hay alguna vez. El deporte ocupa las portadas mientras la gente muere en tierras remotas y frías, mujeres sin alma nos miran desde las fotos de los paparazzi como sirenas susurrantes, el olvido de todo se instala en el disco duro colectivo, los adinerados se retiran como hienas a sus cuarteles, y los pobres tontos creen a veces que no son pobres, y se vuelven doblemente tontos.
En Verano, el cerebro hiberna. Siendo precisos, hiberna casi todo el año, pero es en el estío cuando la mente nos dice, como a Homer Simpson, "ya tuve suficiente, y me voy". Y los cuerpos, meros apéndices, nos trasladamos también a algún lugar distante de casa donde abundan los mismos ruidos, el mismo espectáculo, la identidad de las mezquitas y las iglesias que decía el buen Pessoa. Madre que será lo que quiere el negro.
El desierto, esa tierra limpia, es la metáfora y la antítesis de la estación. Quizás es el único sitio al que vale la pena irse en Verano. Porque para los que se quedan y necesitan un mundo de orden y algo de razón, esta estación es un desierto que hay que atravesar hasta que a finales de Agosto se consuman las operaciones de retorno, el Otoño asoma por la ventana, la gente vuelve a su falsa actividad, y las flores del pensamiento abren sus pétalos.