domingo, 20 de marzo de 2011

Una broma cósmica


Si hay algo en común entre todos los habitantes de este atribulado planeta, es la búsqueda de un sentido. El cerebro humano, como parte de la Naturaleza que lo engendró, tiene el horror vacui, es decir que necesita, para la supervivencia de su huésped, una explicación, una finalidad. Necesita buscar los planos secretos de la arquitectura de la realidad, aun sabiendo que la búsqueda está condenada al fracaso.
Un numeroso grupo de gente busca eso en la fe religiosa. Sobre esto sólo puedo decir que hay muchos tipos de religiones y más dioses que los del cielo. Es decir, la confianza ciega en la ciencia es una religión, del mismo modo que también son credos el abrazo del placer, la defensa del medio ambiente, la búsqueda de la pareja ideal, las consignas políticas, el humanismo y el ateísmo. Todos esos fenómenos psicológicos, aparentemente tan dispares, son en esencia el mismo anhelo.
Y sin embargo, es posible que todas esas búsquedas sean inútiles. Chesterton dijo que la verdad no tiene sentido. Es posible, de hecho, que no haya planos secretos, ni sentido alguno en la existencia. Un creciente número de evidencias inclina mi mente a suponerlo. Si hay alguna finalidad en nuestra civilización, soy incapaz de distinguirla. Por supuesto, es aterrador pensar que nada tenga sentido.
La ciencia misma está contribuyendo a alimentar el horror vacui. De hecho, hay que ser bastante ignorante en temas científicos para apoyarse en los mismos en busca de consuelo o de una lanza con la que derribar a los viejos dioses. Partículas sin masa, evolución puntuada, la lógica difusa, la teoría del caos, genes sin función, supercuerdas: la ciencia ha dejado de tener sentido hace ya un buen número de años.
Pero, vencido el miedo al vacío, lo que queda es una broma cósmica en sus proporciones y en su perfección. Ante esa monumental farsa, las opciones son volverse loco, crear tus propias reglas o morirse de risa. El Joker, que tan popular se ha hecho con la última película de Batman, hizo las tres cosas a la vez. A una persona perceptiva le basta ver un par de telediarios, y pensar un poco en lo que ha visto, para empezar a soltar carcajadas.

sábado, 12 de marzo de 2011

Por uno mismo


Vivimos en una época obsesionada con la educación. Eso no estaría mal si nos centráramos más en la calidad de la educación que en la cantidad de la misma, lo cual, por desgracia, no es el caso. Así que voy a decir unas cuantas blasfemias al respecto. Para empezar, yo creo que el período de formación académica de una persona no debe eternizarse. Por descontado que uno se pasa la vida aprendiendo, pero no en un aula.
Cada vez que veo en algún sitio los elogios a esos que tienen tres carreras, o a cincuentones que estudian "para divertirse", me entra algo de repugnancia. Yo entiendo que la educación formal ha de consistir, en esencia, en dar a un alumno las herramientas que necesitará para luego poder aprender por sí mismo a lo largo de su carrera profesional. Esto, por descontado, no se cumple en casi ningún centro académico.
El mundo no es más complejo de lo que era hace tres mil años. Sólo nosotros lo hemos hecho más complejo. Una de las cosas más divertidas que suelen ofrecer las empresas de nuestros tiempos se llama "formación continua", es decir, un montón de cursillos inútiles en los que se cumple la profecia de Flaubert: pues, en efecto, "la industria está generando una gran cantidad de estupidez".
La calidad de nuestro aprendizaje es lo que cuenta. Si un alumno no llega ya totalmente inhabilitado a la Universidad, ésta se encarga de rematar la faena. Tengo por certeza que la educación tal y como está planteada se encarga eficazmente de castrar todo deseo de iniciativa, de cargar a sus víctimas con conocimientos que nunca usarán, y de podar su imaginación con eficacia sistemática.
Todos mis elogios van para los autodidactas, una especie en peligro de extinción. Para aquellos que aprendieron por sí mismos, sin importar lo altas que fueran las cumbres que alcanzaran. Pues los autodidactas, al no estar limitados por un esquema impuesto, pueden pensar con autonomía. Y un recuerdo final para los padres de mis padres, que sin leer ni escribir eran más sabios que toda la gente que acabé conociendo después.

sábado, 5 de marzo de 2011

No le ponga salsa


Al contrario de lo que dicta la gran mayoría de productos de las discográficas y de Hollywood, se puede vivir perfectamente sin amor. Para demostrar tan tremenda afirmación, únicamente me serviré de la cruda lógica, lo que excluye cualquier ejemplo, ya sea histórico o personal. El tema es delicado, y requiere que prescinda de la pedantería y del egocentrismo. He de ceñírme, simplemente, a mi visión de los hechos.
Obviamente, no se puede vivir perfectamente sin sexo, siendo éste, como el hambre y la sed, una necesidad fisiológica. Se podría decir que el sexo no es imprescindible para la supervivencia, pero sí es necesario para mantener un cierto grado de salud mental. No podemos tirar a la papelera miles de millones de años de evolución biológica sin pagar un precio, ciertamente elevado.
Mi ardua demostración también me exige que defina la naturaleza del amor. Voy a dar dos definiciones. La más establecida vendría a decir que el amor es un sentimiento de afinidad y afecto entre dos personas. Si nos ceñimos a este concepto común, surgen diversos peligros obvios, siendo los sentimientos emociones propensas a ser tan acentuadas como efímeras: de ahí los crímenes pasionales y las rupturas desagradables.
Pero mi definición del amor es distinta. He de decir en mi defensa que mi opinión de las mujeres no es peor que la de los hombres. El amor es, según mi visión, un disfraz de un disfraz: si mezclamos el deseo reproductivo con el miedo a la soledad, que es una derivación del miedo a la muerte, tenemos ese mito, no más consistente que otros, llamado amor romántico, y que por cierto no existió en nuestra cultura hasta el siglo 18.
Se puede vivir sin eso. De hecho, una mente disciplinada y atenta a la geometría del Universo puede prescindir de las violentas ilusiones del amor. No encuentro que la afinidad por otra persona me ayude a apreciar mejor la armonía de una orquesta, la contemplación de una catedral, o la lectura veraniega de una novela policíaca. La vida no se rige por estereotipos, sino por una fértil abundancia de atractivas complejidades.