sábado, 31 de octubre de 2009

Ojos de niño


Tal y como se recoge en el Génesis, la expulsión del paraíso se produjo porque Adán y Eva probaron las manzanas del árbol de la Ciencia. Cabe preguntarse exactamente cuál fue el cambio que produjeron las frutas de ese árbol en los primeros hombres. No me invento nada nuevo al sugerir que perdieron la inocencia y ganaron un nuevo saber que sin embargo no los hizo felices. Más o menos, es lo que les ocurre a los niños cuando crecen, y no es en vano que más de un autor considere la infancia como el paraíso perdido. Yo creo que es un paraíso que, aunque sea con gran esfuerzo, se puede volver a conquistar.
Los niños son criaturas singulares, desde luego muy distintas a sus mayores. No fingen ni aparentan; no juzgan a nadie por su aspecto o por cómo va vestido. Se maravillan siempre por todo porque están descubriendo lo que los mayores damos por hecho. Más importante aún, no discriminan: para ellos no hay cosas mejores ni peores, sino que eligen, simplemente, lo que les gusta. Y sobre todo, no analizan ni critican, porque no se dejan llevar por las ideas de nadie que no sean ellos mismos. No idealizo a los pequeños: sé que pueden ser tristes, egoístas y crueles. Pero cuando sienten esas emociones, al menos no las disfrazan con hipocresía.
Ese ejercicio supremo de soberbia, la exaltación de la razón, es un gigante con pies de barro. A medida que avanzamos en la ciencia, por cada misterio que resolvemos, aparecen dos nuevos, y el vasto Universo se nos muestra como la Hidra de Lerna. La intuición, en cambio, que tanto nos hemos esforzado en enterrar, es harina de otro costal. Todo casado sabe lo imposible que es usar la lógica para ganar una discusión con su mujer, si es que la gana alguna vez. El pensamiento intuitivo da saltos de gigante en montañas en que el juicio analítico avanza como un gusano. Yo me pregunto seriamente de qué sirve un conocimiento que no nos hace alegres.
Buena parte de los mayores genios de nuestra historia mantuvieron una postura infantil ante la vida. Un ejemplo por todos conocido es el de Albert Einstein, que siempre manifestó una actitud de perpetuo asombro ante el Cosmos. Quizás esa personalidad tan peculiar es lo que hizo que fuera tan mal marido y padre. En todo caso, yo apelo al cultivo de la inteligencia como adulto que soy, pero simpatizo más con una inteligencia curiosa que con una que esté llena de datos y prejuicios. Prefiero a una persona que no sepa leer, fascinada ante el misterio de las estrellas, que a un erudito que cree saber tanto que ya no se le ocurre nada que preguntarse.

jueves, 22 de octubre de 2009

Arriba y abajo


Todo estudiante de Ciencias sabe que una inmensa cantidad de fenómenos naturales se rigen bajo una estructura cíclica. El clima atmosférico, la dinámica evolutiva, la órbita de los planetas, la menstruación y la regulación del sueño son unos pocos ejemplos conocidos y representativos. Es muy interesante, pero dejemos a los investigadores ocuparse del tema con sus batas y sus instrumentos. Lo que realmente me intriga es que también hay ciclos en casi todos los procesos sociales, a los que es muy difícil encontrar una explicación en un laboratorio.
Aunque sólo sea por el refranero, recordamos el sueño que un faraón tuvo, y que Jacob interpretó. Siete años de vacas gordas y siete de vacas flacas. Que cada uno le dé a esa historia el crédito que le quiera dar, pero lo cierto es que la actividad económica (que depende de miles de decisiones tomadas por miles de individuos) sigue exactamente la regla. Años de prosperidad, y años de escasez, igual que en la cosecha de Egipto. La actualidad es difícil de interpretar, pero en cualquier caso confirma que no hay gran diferencia entre los tulipanes y las viviendas.
En la famosa obra Julio César de Shakespeare, Bruto afirma que "existe una marea en los asuntos humanos". Por más denodados que sean nuestros esfuerzos, no siempre nos va a ir bien. Todos conocemos las malas y las buenas rachas. Podemos combatir las malas y aprovechar las buenas de acuerdo a nuestro carácter, pero no podemos hacer nada por predecir cuándo van a venir, o por evitar que en ciertos años liguemos como locos y en otros no acuda la abeja a la flor. La tristeza y la alegría se llevan de la mano igual que la Luna y el Sol, y como no todos somos estoicos, estamos sometidos a los caprichos de la rueda de la fortuna.
En el estudio histórico también se dan estos ciclos. La decadencia de Roma empezó justo después de la muerte de Marco Aurelio, uno de sus mejores emperadores. El reinado de Salomón llegó a ser tan espléndido que agotó al pueblo a impuestos, y a la larga condujo a la división. Y cuando la vieja Europa estaba hundida en su hora más oscura, el alba del Renacimiento y la era de las exploraciones la levantaron de forma rotunda y perdurable. Pero Merlín le aconsejó al rey Arturo estar alerta, pues cuando las cosas están mejor, es cuando empiezan a empeorar, y así suele ser.
Tengo una posible explicación para estos ciclos humanos, aunque no pasa de intuitiva. La condición humana funciona por la misma inercia que formuló Newton. El hombre es una criatura luchadora, y de esa lucha salen sus mejores logros. Pero cuando las cosas nos van bien, la euforia nos domina, y tendemos a creer que siempre irán así. Con el disfrute de la recompensa llega la pereza, y de la falta de atención y trabajo vienen las calamidades. "La culpa, querido Bruto, no está en nuestras estrellas, sino en nosotros mismos", dice Casio en la obra antes mencionada.

martes, 13 de octubre de 2009

Trozos del mañana


Tuve un sueño muy largo y extraño. Como a los antiguos profetas, se me permitió ver el futuro. Vi muchas cosas sorprendentes. Los medios de comunicación eran entes poderosos que creaban la realidad en lugar de narrarla. Los presidentes de las naciones eran hombres vulgares, ridículos y sátiros, escogidos entre lo peor de la raza. Vi como la gente olvidaba cada día lo que había ocurrido el día anterior, viviendo en un presente permanente. La droga circulaba por el aire, y todo el mundo la consumía. La voluntad o la elección eran palabras desaparecidas. Todo el mundo estaba muy contento. Los hombres eran mujeres y eran hombres, o eran las dos cosas. Los niños obligaban a los adultos a que los violaran, y los hijos abofeteaban a los padres. Se había difuminado la frontera entre lo vivo y lo mecánico, los deportistas eran otra especie de seres recambiables. La violencia y el asesinato eran legales dentro de ciertos límites. Nadie leía nada, todo estaba en una pantalla en la que mujeres casi desnudas hablaban de atrocidades. El amor era una puta oriental. Habíamos contactado con los extraterrestres, que eran más inteligentes y corruptos que nosotros, y aprobaban nuestros actos. Los monos hablaban y nos temían, y se habían apartado de nosotros. No había ninguna religión, porque nadie la necesitaba. Bombas de hidrógeno destrozaban la superficie de la Luna. Los ancianos eran exterminados cuando ya no podían trabajar. No había ya diferencias entre lo real y la ficción. La medicina ya no existía, porque todo el mundo estaba sano o muerto. Se veían a algunas personas estar en varios lugares al mismo tiempo. El sexo era la moneda dominante en el mundo entero. Vi ciudades grandes como países, y vi países en los que no vivía nada ni nadie. Vi a personas que nacían y morían sin salir de su casa. La automutilación era la última moda. Naves espaciales llenas de pobres partían cada mañana hacia el Sol. Era un sueño maravilloso, y era tan feliz que al despertar se me saltaron las lágrimas.

viernes, 9 de octubre de 2009

El niño robot


Ahora que se aproxima el fin de una década olvidable, me planteé hacer una lista de mis películas favoritas del periodo, pero me detuvieron dos motivos. El primero, algo abstracto, es que toda lista en el fondo es una estupidez, ya que por muy aficionado que uno sea, no pasa de ahí. El segundo fue el recuerdo de la respuesta de Asimov a cuál era el mejor científico de la Historia, a lo que dijo que si le preguntaran por el segundo, habría muchos aspirantes, pero que no dudaba del primero. Así que en vez de enumerar una ristra de films con los que casi nadie estaría de acuerdo, prefiero explicar por qué una película en particular, Inteligencia Artificial, me parece el mejor logro del séptimo arte en lo que llevamos de siglo, estén de acuerdo o no.
Aunque explicar no es lo que se aplica aquí, yo más bien invitaría a sentir lo que nos propone esta historia, una criatura de Kubrick y Spielberg que recoge lo mejor de ambos mundos. Como podrían escribirse libros enteros, sólo voy a centrarme en dos ideas esenciales en las que quizás antes no había reparado (he escrito sobre esta película unas cuatro veces en sitios distintos, y no quiero repetirme ni ante mí mismo). Para empezar, la historia de David es claramente la historia de cada uno de nosotros, que buscamos sin cesar amor y trascendencia en un mundo que rara vez ofrece alguna de las dos cosas, y casi nunca las dos juntas. En ese sentido, la película es desoladora y cruel hasta las heces.
Para entender esto, y de manera breve, hay que atender a la estructura del relato, organizada con perfección en un prólogo donde se plantea el dilema clave, tres actos que son el paraíso perdido, un paseo por el infierno, y el desengaño de la búsqueda, y un epílogo de falsa consolación que sin embargo ofrece casi todas las claves para entender el guión, de una complicación fascinante. No en vano Jonathan Rosenbaum, el crítico de cine más serio que he leído, la considera una de las cien mejores películas de la historia del cine. Y este crítico, puedo asegurarlo, no es un bloguero aficionado como un humilde servidor u otros con más ínfulas que sesera.
La otra clave para entender A.I. es que todos los personajes de la película usan a David para sus propios fines. Henry lo regala a Monica para salvar un matrimonio donde asoman ya las nubes de la rutina. Monica lo programa para compensar emocionalmente la aparente pérdida de su hijo natural. Martin lo usa como un juguete más. Gigolo Joe lo usa para escapar de su destrucción y sus perseguidores. El Dr. Hobby lo fabricó en serie para sublimar el dolor de la pérdida de su hijo. Y los mechas del epílogo lo usan también, en este caso para aprender lo que fue la humanidad desaparecida. Nadie tiene en cuenta los deseos del pequeño niño robot, que son sencillos: amor y trascendencia, como dije al principio. Pero él es más tozudo y fuerte que todos los demás, y finalmente, con su sacrificio, obtiene ambas cosas.