domingo, 17 de abril de 2011
Sordos y mudos
Algunos insignes escritores, que no mencionaré porque los admiro mucho, ponen el acento en la preeminencia de la palabra oral por encima de la palabra escrita. El propósito de estas líneas es rebatir ese argumento. Aunque los que defienden la maestría oral nunca ignoran que la mayoría de personas no tenemos la oratoria de Sócrates, sí parecen omitir el hecho de que incluso los pánfilos se toman algo más de cuidado cuando ponen algo por escrito que cuando abren sus bocas.
Las palabras escritas tienen algo mágico, una especie de autoridad, quizás otorgada por su naturaleza simbólica. Ciertamente, se escriben muchas idioteces, pero lo que es innegable es que no hay conversación que no esté sembrada de tópicos, a menudo penosos. Personalmente, admiro más el silencio que los ruidos que salen de la lengua del que me habla. Quizás influye el hecho de que oralmente soy torpe, mientras que me siento cómodo escribiendo.
Hay otro poderoso argumento, y es que no hay nada más inútil que una discusión. Jamás he visto que una persona haya convencido a otra de algo mediante el uso, al principio amable y finalmente hostil, de las armas de la oratoria, en la que, todo sea dicho, ya no quedan maestros. Nadie se convence por los consejos o admoniciones de otro, cualesquiera sea el lazo que les una. Cada uno encuentra, a menudo pasmadamente, su propia verdad por sí mismo.
De la preeminencia de la palabra escrita sobre la oral es paradigma la figura de Wittgenstein, que en sus obras escritas dejó bien claros cuáles eran los límites del lenguaje oral. Ludwig escribió en una carta esta frase extraordinaria: "Creo, en una palabra, que todo aquello sobre lo que muchos hoy parlotean lo he puesto en evidencia yo en mi libro guardando silencio sobre ello." El último gran filósofo dejó bien claras las cosas.
El ejemplo más célebre de esto es la conversión de San Pablo, que puede ser interpretada de muchas maneras. La mía es esta: perseguidor celoso de los cristianos, se convirtió porque llegó desde el extremo opuesto, que suele ser el camino desde el que uno descubre su verdad. Quizás yo he llevado mi argumento hasta un extremo, pero es naturalmente obvio que el lenguaje es incapaz de transmitir muchas de las cosas más importantes.
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