lunes, 27 de abril de 2009

Tiempos modernos


Pónganse en mi situación. Inesperadamente, he recibido un regalo muy bonito con la mejor de las intenciones posibles: un Ipod Nano de 8 gigas, de los últimos que han salido. Pasada la perplejidad, me dispongo a darle uso, y meter las canciones que tengo en el ordenador al aparato. Después de pelearme un poco con las instrucciones, resulta que para ello tengo que instalar un programa de Apple, llamado Itunes. Me descargo el ejecutable de instalación, todo muy bien hasta ahora. Pero cuando trato de instalar el Itunes, me sale una ventana que dice que necesito como mínimo un Windows con Service Pack 2. Había instalado ese paquete tiempo atrás, y me había dado tantos problemas que volví al SP1 anticuado, pero que no me da ningún problema.
Intento usar alternativas al Itunes, y aunque las hay, todas pasan por una especie de activación con el Itunes, porque ningún programa reconoce el Ipod como conectado si antes no lo paso por el Itunes. Busco denodadamente las versiones del programa de Apple que puedan correr con el SP1, y me instalo la última. En un momento dado, el programa parece reconocer el tipo de aparato que está conectado al ordenador, y me dice que este Ipod sólo funciona con un Itunes 8.0 o posterior, para descubrir finalmente que necesito otro paquete, llamado Service Pack 3, que únicamente puedo instalarme desde la página de Microsoft, que me recomienda instalarme primero el SP2 que tanto me disgustaba. Me rindo.
Las actualizaciones de programas son algo divertido: se añaden funciones ridículas, y las aplicaciones empiezan a pesar y pedir recursos al ordenador, cuando ya lo hacían todo bien al principio. El Quicktime, el Winamp, el Real Player, el Google Earth, el Acrobat: programas que en pocos megas hacían bien las cosas ahora son engendros llenos de código que cuesta hacer arrancar. Por no hablar de Windows y su hijo bastardo llamado Vista. Qué magnífica obra del hombre es un libro, que nunca se cuelga y nunca se queda obsoleto. Sólo tienes que abrir sus páginas y te metes en el mejor universo virtual jamás imaginado. Nuestros padres sabían como hacerlo, sin tener que programar un video, ni instalar un programa. Ni jodida falta que les hizo nunca.

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