jueves, 30 de abril de 2009

Siempre adelante


Esperemos de verdad que el brote de gripe porcina que ocupa los medios informativos estos días se quede en un susto gordo que nos haga pensar un poco. Porque, si es cierto que este tolerante planeta no da coces bestiales, también lo es que siempre esconde sorpresas, y algunas no demasiado agradables, si le tocas demasiado las narices: baste recordar el virus SARS, la gripe aviar, la enfermedad de las vacas locas, el SIDA y el virus de Ébola. Siempre olvidamos que en este mundo somos invitados y no amos, y no podemos robar la cubertería y salir corriendo.
Se declara una enfermedad virulenta en México, y de repente, turistas de todo el mundo vuelven a sus casas como vectores biológicos en lugar de quedar confinados en cuarentena, trayendo el virus a todas partes. Este es uno de los grandes peligros del turismo descontrolado. Se globalizan y uniformizan las culturas, de modo que Kafka y Mozart ahora son cafés. También pasa eso con las enfermedades en el mundo low-cost en el que vivimos. La Tierra no se ha hecho más pequeña: simplemente nos hemos olvidado de lo grande que es.
Mexico mismo es un país ya de por sí peligroso: además de las cientos de víctimas en Ciudad Juárez y de la corrupción policial a gran escala, las guerras por el narcotráfico han segado miles de vidas en los últimos meses en ese país. Quizás haya algo turístico en el peligro, quizás el hedor de la muerte sea algo erótico y atrayente. O quizás ese hedor no llegaba a Punta Cana y las ruinas mayas. Todo el mundo está en todas partes hoy en día, y los lugares más remotos del mundo se pueblan de ignorantes que desconocen todo acerca de los sitios a los que van. No te basta con Londres, vete a la India. Italia no es suficiente, el Tíbet es más cool. El turismo ha acabado con el viaje, con la novedad y la maravilla de viajar.
Recuerdo a Cansinos-Assens, que podía saludar las estrellas en diecisiete idiomas clásicos y modernos, y que jamás vio el mar. Recuerdo a Dante Gabriel Rossetti, que tanto amó Italia que nunca quiso visitarla. Pero, sobretodo, hay que tener en cuenta a los grandes viajeros: Marco Polo, Ibn Battutta, Ali Bey, o más tardíamente, sir Richard Burton. Estas personas vivieron en épocas en que visitar la ciudad más cercana era una odisea, y quizás por eso se tomaban esto del viajar con respeto. Quizás por eso Lawrence de Arabia se sabía casi de memoria la Biblioteca Británica antes de partir hacia Oriente.
No hay clasismo en estas palabras, porque yo mismo nunca he salido de Europa. Jamás iría a China sin conocimientos elementales sobre su idioma, cultura y costumbres. Eso jamás se me pasaría por la cabeza. Recordaba Salvador Dalí que los puercos siempre van hacia adelante, esto lo sabe cualquier granjero, y que él se sentía puerco. Por suerte, decía, este mundo no está lleno de gente como él, aunque esto era una doble ironía por su parte. Pero si nos comportamos como cerdos allá donde vayamos, acabaremos llevando y trayendo basura de todas partes.
Esto es lo que ha traído la falsa democratización del bienestar: hasta en la televisión tenemos a fantoches huecos en lugares remotos, para repugnancia de pocos y agrado del público general, como en Supervivientes o Pekín Express. Si algún día se encuentra una bacteria que se come la carne a dentelladas en una zona remota de Siberia Oriental, no tengamos la más mínima duda de que algún tiramillas de los que se anuncian en las revistas de turismo traerá esa bacteria cerca de nuestras puertas.

lunes, 27 de abril de 2009

Tiempos modernos II


La verdad es que no me apasiona la tecnología. Cuando veo a tanta gente con todos esos aparatitos en los transportes públicos, me entra una especie de desasosiego: montones de zombis con juguetes que no se hablan ni se miran los unos a los otros. De hecho, me considero un ludita moderado, y tengo mis buenos motivos para ello. Podría citar a muchos hombres eminentes que mantienen un escepticismo crítico frente al progreso en contraposición a la masa aturdida que se apunta al carro sin saber ni siquiera por qué lo están haciendo. Pero me centraré en Ted Kaczynsky, el ya olvidado Unabomber.
Me llamó mucho la atención este caso en su momento. Me pregunté por qué un prestigioso catedrático de matemáticas acabó en una cabaña de madera en la montaña, diseñando bombas caseras cada vez más sofisticadas con las que amenazar y matar a gente relacionada con campos tecnológicos. No es necesario ser un psiquiatra para ver que Unabomber era ya desde joven un perturbado que estalló de forma retardada. Pero más adelante descubrí que la finalidad principal de Unabomber era que el mundo leyera su Manifesto, un alegato en que Kaczynsky alertaba de los peligros, que él juzgaba altísimos en términos de libertad y dignidad humanas, del progreso tecnológico.
La mayoría de los estudiosos del caso Unabomber desprecian el Manifesto, titulado pomposamente "La sociedad industrial y su futuro". He tenido el interés de leerlo varias veces. Hay algunos defectos de lógica en el texto, y me parece que su autor llega a conclusiones precipitadas a partir de premisas correctas. Como texto de predicción, es un fracaso que recuerda a Eureka, de Poe. Como texto de diagnóstico de una situación actual preocupante, es a mi juicio singularmente certero. Bill Joy se hizo eco de ello en un célebre artículo publicado en la revista Wired, para sorpresa de algunos de sus colegas.
Mi opinión es que la tecnología entraña riesgos evidentes: la dependencia que se establece con ella, la deshumanización que provoca, el daño al medio ambiente, su utilidad dudosa en muchos casos, y, muy especialmente, su caracter irreversible. No se me ocurre mejor ejemplo de esto que la invención de la bomba nuclear: desde que Oppenheimer culminó su proyecto vivimos (y seguimos viviendo, aunque parezca olvidarse) en la era atómica, con sus infinitos riesgos para la supervivencia global de todos. Hay otro ejemplo más sutil y perverso: la biotecnología nos ha ayudado a descifrar el genoma humano y ya hay empresas que ofrecen tests genéticos. De inmediato surge la cuestión de cómo evitar la discriminación en base a los resultados de esos tests, de cara al mundo laboral o a las condiciones de los seguros médicos. La ciencia, como madre de la tecnología, no es tan neutral como a veces queremos creer.

Tiempos modernos


Pónganse en mi situación. Inesperadamente, he recibido un regalo muy bonito con la mejor de las intenciones posibles: un Ipod Nano de 8 gigas, de los últimos que han salido. Pasada la perplejidad, me dispongo a darle uso, y meter las canciones que tengo en el ordenador al aparato. Después de pelearme un poco con las instrucciones, resulta que para ello tengo que instalar un programa de Apple, llamado Itunes. Me descargo el ejecutable de instalación, todo muy bien hasta ahora. Pero cuando trato de instalar el Itunes, me sale una ventana que dice que necesito como mínimo un Windows con Service Pack 2. Había instalado ese paquete tiempo atrás, y me había dado tantos problemas que volví al SP1 anticuado, pero que no me da ningún problema.
Intento usar alternativas al Itunes, y aunque las hay, todas pasan por una especie de activación con el Itunes, porque ningún programa reconoce el Ipod como conectado si antes no lo paso por el Itunes. Busco denodadamente las versiones del programa de Apple que puedan correr con el SP1, y me instalo la última. En un momento dado, el programa parece reconocer el tipo de aparato que está conectado al ordenador, y me dice que este Ipod sólo funciona con un Itunes 8.0 o posterior, para descubrir finalmente que necesito otro paquete, llamado Service Pack 3, que únicamente puedo instalarme desde la página de Microsoft, que me recomienda instalarme primero el SP2 que tanto me disgustaba. Me rindo.
Las actualizaciones de programas son algo divertido: se añaden funciones ridículas, y las aplicaciones empiezan a pesar y pedir recursos al ordenador, cuando ya lo hacían todo bien al principio. El Quicktime, el Winamp, el Real Player, el Google Earth, el Acrobat: programas que en pocos megas hacían bien las cosas ahora son engendros llenos de código que cuesta hacer arrancar. Por no hablar de Windows y su hijo bastardo llamado Vista. Qué magnífica obra del hombre es un libro, que nunca se cuelga y nunca se queda obsoleto. Sólo tienes que abrir sus páginas y te metes en el mejor universo virtual jamás imaginado. Nuestros padres sabían como hacerlo, sin tener que programar un video, ni instalar un programa. Ni jodida falta que les hizo nunca.

jueves, 23 de abril de 2009

Hace diez años

Para mí, el año 1999 siempre será de especial y agridulce recuerdo. Fue en ese año que me licencié en la Universidad y acabó una etapa de mi vida. A bote pronto, recuerdo que se estrenaron en los cines cuatro películas extraordinarias que están grabadas a fuego en mi memoria: La Amenaza Fantasma, Matrix, Una Historia Verdadera y El Club de la Lucha. Acabó una década, la de los 90, que fue gloriosa musicalmente, y en la que mi formación autodidacta y mi personalidad se acabaron de definir por completo.
Curiosamente, el año del fin de milenio (una de esas polémicas estériles de salón de reuniones) había sido retratado de modo perturbador en la película de culto Días Extraños, de Kathryn Bigelow. Lástima que aún no se hayan inventado esos cascos virtuales tan resultones. 1999 fue el último año de aislamiento de mi ordenador: al año siguiente me iba a meter en Internet (con resultados que aún tengo que evaluar). Otras dos tecnologías aparecieron en mi vida poco después: el DVD y el teléfono móvil, que sigo desdeñando.
En ese año se estrenaba una de mis series de animación favoritas, Futurama (que singularmente hace más guiños a Star Trek que a Star Wars). Celebré el fin de año de manera muy parecida a Fry, el inolvidable repartidor de pizzas. Los que se acuerden del primer episodio de la serie sabrán a qué me refiero. Siempre recordaré esa frase de amargura con la que Fry despide el siglo XX mientras se toma una cerveza: "Por otro repugnante milenio".
Tengo un bonito póster en blanco y negro de Times Square. La imagen, por los anuncios y carteles que salen en ella, es del año 2000, e ilustra perfectamente lo que intento decir. Uno de esos carteles reza exactamente así (puedo verlo incluso desde aquí mientras tecleo): "We´ll try to do better next century". Adquirí ese póster hace pocos años en una casa de decoración que liquidaba. Mi acompañante me insistió para que comprara el otro de los pósteres de la colección que aún quedaban, a lo que me negué en redondo: era una foto de las Torres Gemelas.
Han pasado diez años y todo ha cambiado. Hay una guerra insidiosa e interminable con un oponente esquivo, es imposible distinguir a los amigos de los enemigos, la razón ha cedido poco a poco a los credos ancestrales y a veces, a la estupidez y el miedo. Hombres siniestros o ingenuos se aprovechan del panorama para acceder al poder. Hemos perdido la fe en nuestros antaño inmutables valores, y para colmo de males, una crisis financiera sin precedentes ha saltado como un tigre sobre las cabezas del mundo. Brindemos todos con Philip J. Fry por este repugnante milenio.

martes, 21 de abril de 2009

El mañana es hoy


Un cierto vacío me embarga ante la noticia de la muerte de James Graham Ballard, uno de los escritores a los que seguía regularmente, y que no ha tardado demasiado en perder la batalla contra el cáncer que anunció en los párrafos finales de su elusiva autobiografía, Milagros de Vida. Sé que proyectaba un libro de conversaciones con su médico, pero eso ya va a ser imposible, y probablemente es mejor que sea así.
Yo no sabía, cuando de pequeño fui a ver extasiado el estreno de la película de Spielberg, El Imperio del Sol, que aquel niño era real, y que luego se convertiría en un escritor famoso. Por entonces, me parecía una ficción maravillosa. Recuerdo que no se habló muy bien de la película, eso sí, era la época en que Spielberg aún era "aquel" director: a mí me encantó entonces como me encanta ahora. El guión de Tom Stoppard estaba basado en la parcialmente biográfica novela de Ballard, que narraba sus penurias en un campo de concentración japonés en Shanghai.
No tengo mucho apego a la primera parte de la obra de Ballard, esas novelas apocalípticas sobre Mundos sumergidos y de cristal, sobre sequías y catástrofes que tanto seduce a David Pringle. El autor británico se confiesa orgulloso, quizás pasmado, de la obra que marcaría el punto de inflexión, Crash, que en 1973 relacionaba los accidentes de coches con el sexo compulsivo. El argumento era portentoso, y la narración alucinada. Ballard dio con su tema, con el tema que lo convierte en el escritor de ciencia ficción más inquietante desde Philip Dick: el futuro es hoy.
Rascacielos sigue en esa línea: la lucha entre vecinos de un inmenso edificio que se convierte en el único mundo existente. Después de varios desvíos, me convertí en Ballardiano fiel con su trilogía de novelas sobre el presente inmediato. Noches de cocaína, Super-Cannes y Milenio Negro cuentan con variaciones una misma historia, oscura, que llama a nuestro subconsciente con ecos de nuestros impulsos primitivos atrapados en la jungla de cristal y cemento: no es posible vivir en el mundo moderno sin violencia.
J.G. Ballard es el profeta de nuestro tiempo. Su provocadora visión del presente ha iluminado nuestra realidad como una linterna policial en un accidente de tráfico. En su antología de ensayos, Guía del usuario para el nuevo milenio, quedan definidas algunas de las obsesiones de este soberbio autor: la muerte de Kennedy, la desilusión por el fin del proyecto espacial, la fascinación por el espacio mental, el surrealismo como inspiración. Cada vez que veo un Telediario, pienso en Ballard y su certero modo de ver el mundo.

martes, 14 de abril de 2009

Rey desnudo


Cuando no abundan las mentes preclaras, el vulgo se deja deslumbrar por los farsantes. Este es el caso de Eduardo Punset, cuyo programa Redes y sus libros parecen cautivar a un cierto sector medianamente leído. En unos tiempos en que es difícil ver buenos argumentos en alguna parte, y en que todos somos sabedores de mucho e ignorantes de todo, Punset ha hallado astutamente su nicho de oro explotando la incultura científica de la mayoría. Aquél que diga que el rey está desnudo corre el riesgo de que los demás lo acusen de no saber de qué habla.
La cuestión es qué autoridad tiene este hombre para vender libros sobre temas tan manidos como el sexo y la felicidad (mezclando como un gazpacho las complejidades de la reproducción de las bacterias, los difusos avances en neurociencias, con el huidizo concepto del alma, ni San Agustín era capaz). Para empezar, Eduardo Punset no tiene título alguno en ciencias: es abogado y economista, pero no es bioquímico, por ejemplo. Y tiene una curiosa trayectoria política en grupos regionalistas y nacionales que se tradujo en un sonoro fracaso.
Como este tipo tiene el don de caer bien, se ha hecho un hueco en la televisión (esa máquina de fabricar cultura, ya se sabe) con un programa de entrevistas que directamente entra en la lista de los mejores remedios naturales contra el insomnio. Los entrevistados, normalmente, son de una calidad envidiable (aunque no siempre), pero el acento parsimonioso y pedante de Punset, y sus preguntas, la mayor parte halagos o perogrulladas, matan a cualquiera que tenga algo de inquietud. Este tipo, de divulgador, no tiene nada. No es Carl Sagan, no es Richard Attemborough. No tiene una gran idea de lo que dice.
Al menos el Sanchez Dragó, cuando nos dormía con los escritores, lo hacía con conocimiento de causa, siendo él mismo hombre de letras. El Punset, catalán donde los haya, sospecho que le debe unos cuantos favores a mucha gente. Sólo así se explica que hoy mismo se le viera sentado al lado de Miguel Sebastián en un acto conjunto con Gallardón. ¿Empiezan a ver el hilo? Pero lo que es inconcebible, lo que es penoso, es que venda tantos libros. No hablo desde la envidia, vicio español por excelencia. Stephen King y J.K. Rowling se han hecho millonarios vendiendo fantasías. Lo mínimo exigible a Eduardo Punset es que admita que no sabe nada de la felicidad ni de la conciencia, y que está vendiendo libros de autoayuda disfrazados.
No olvidaré cuando, por razones laborales, coincidí en el mismo restaurante que él, y no muy lejos de su mesa, hablando con una jovencita de buen ver que le escuchaba con una expresión de hastío soñoliento. Poderoso caballero es don dinero, que dijo el maestro. Pero por favor, deja ya de estafar al personal, y de aburrirnos. Aunque en esto, como en tantas cosas, la culpa no es del listo, sino de los que siguen al flautista en su camino al despeñadero.

sábado, 4 de abril de 2009

Mal rollo


Cada noche, antes de ir a dormir, veo Arucitys. Es un programa muy divertido donde analizan las miserias de la televisión con ironía y humor. Es mi ventana a la televisión patria (¿para qué la TDT si no hay nada que ver y la tele es ya una pantalla de cine casero?). Y me pasmo con lo que emiten, pero sobretodo, me pasmo con una tendencia creciente en los programas tipo reality show. Para conseguir sus dos minutos de fama (quince son demasiados), abundan los tipos y tipas (hoy me inspira la Aído) que buscan fomentar el odio de muchos, que es una forma muy extraña de buscar la admiración de otros tantos.
Ahí están Maria Antonia Iglesias en la Noria, Rafa Méndez en Fama a Bailar, Risto Mejide en OT, María Patiño en DEC, Belén Esteban en el PAR, los invitados al Diario, a Ven a cenar conmigo, las pijas que buscan las pijas de los granjeros, el Rafa poligonero de Mujeres y Hombres, la presentadora de El Juego de tu Vida hurgando en las miserias ajenas, la Pepi Güiza encabronada, Jiménez Losantos crispando a todo el mundo, el Josep Cunit creyéndose lo que no es... la lista sería infinita. Cada vez hay más cabrones en la televisión.
Pero es que ser bueno no vende. No vale una mierda en la televisión, y muy poco en la vida. En un mundo de ciegos, como postuló H.G. Wells en uno de sus mejores cuentos, ver es ser la víctima. Recuerdo lo que le dice el jefe del clan de traficantes a Edward Norton pocas horas antes de que éste vaya a la cárcel en la mejor película de Spike Lee (La última noche): "Busca a alguien sin amigos, y pégale una paliza de muerte. Hazte respetar".
Y sin embargo, yo creo que la bondad humana es la virtud por excelencia. Todos estos rifirraferos, más tarde o temprano, reciben de su propia medicina, la más mortal de todas: el olvido. El público gladiatorial lo mismo te ensalza que te hunde, si ganas primero y pierdes después. Y al final, todos pierden. En palabras de un pequeño sabio que jamás se mete en peleas ni discusiones con nadie, y al que quiero más que a mi vida, "son todos unos delincuentes".