sábado, 4 de diciembre de 2010

Segunda caída


Hay algo que me inquieta mucho en la noticia de que Pompeya está siendo sepultada, una vez más. Esta vez no es un volcán, sino la dejadez humana la que está haciendo que las casas vuelvan a derrumbarse. Es simbólico que una Europa debilitada en todos los sentidos esté olvidando sus orígenes. Se puede decir, literalmente, que el presente está enterrando el pasado, al mismo tiempo que lo refleja. Pero a mí me espantan estas cosas, me provocan reflexiones perturbadoras y desoladas.
Es, sin duda, el horror al vacío. El brujo Thuzun Thune le advierte a Kull que las naciones pasan y son olvidadas. No puedo evitar sentir el mismo pasmo que el rey. Ya es bastante triste que los hombres estemos condenados a morir. Lo que me resulta intolerable es que aquello que perdura de nosotros, el arte y la cultura, también esté condenado a la larga. Hay un viejo poso que me recuerda que los reyes vienen y van, pero los poetas le cantan a la eternidad.
Es una modesta y conmovedora forma de trascendencia, quizás la única que soy capaz de entender. Nunca he estado en Pompeya, pero en cierto modo me consuela saber que allí están los frescos de familias que vivieron allí hasta el año fatídico en que estalló el Vesubio. Murieron, y por tanto vivieron, y la prueba de ello son esos retratos. Cuando miramos las obras de arte del pasado, es difícil no ver el parentesco íntimo con nuestros antepasados.
Es algo que últimamente se repite con desgraciada frecuencia. El saqueo del museo de Irak en 2003 fue algo aún peor, terrorífico, por parte de las tropas americanas. Los daños fueron irreparables. Tengo la extraña impresión de que, con actos como estos, sólo ponemos de manifiesto lo cerca que estamos del abismo. Pues el que olvida las heridas de una primera caída está expuesto a caer de nuevo, con mayor estrépito, cumpliendo la pesadilla de Spengler.
No me conmueve mucho Europa. Uno puede transitar las calles de sus ciudades, tan castigadas por guerras pasadas, y llevado por la melancolía, pensar que en el futuro sean ruinas olvidadas como Pompeya lo es ahora. Pero es que a mí, de Roma, sólo me interesa Roma. Sin embargo, la noche nos ofrece un vasto cosmos indiferente a nuestra soledad. Y es por eso que me agrada pensar que, cuando todos hayamos sido olvidados, nuestros descendientes verán en nuestros restos lo que yo veo en los ojos de las estatuas.

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