sábado, 22 de agosto de 2009
Las dos torres
Siempre ha habido entre los cinéfilos y críticos una especie de enfrentamiento, algo ficticio, entre los que defienden a Charles Chaplin y los que están con Buster Keaton. Recordaba el maestro Borges que al fin Góngora y Quevedo eran más similares de lo que admitirían sus respectivos admiradores, y lo mismo puedo decir de estos dos grandes cineastas. A día de hoy, decir esto no supone novedad alguna, ambos fueron grandes directores, y si Chaplin llegó más lejos es porque sorteó el paso al sonoro con fortuna.
Ninguno de ellos fue un gran humorista, sin embargo. Chaplin siempre tendía al melodrama, que era en realidad su género, y aprovechó el sonido para darnos discursos. Keaton planificaba sus gags a la perfección, pero no pudo entender que el humor es más verbal que visual. En todo caso, hay algo triste en él, en ambos: y es que sus personajes son demasiado humanos. Charlot y Pamplinas son hombres como tú y como yo, que buscan amor, o paz, o comida. Eso, como mucho, invita a la sonrisa de conmiseración, pero no a la carcajada, porque no sabemos reírnos de nosotros mismos. Laurel y Hardy, siempre subestimados, entendieron mucho mejor la esencia del verdadero humor.
Un personaje humorístico es un marciano en casa. El Gordo y el Flaco, por ejemplo, no comparten las aspiraciones de los demás. Sólo se entienden entre ellos, como los Hermanos Marx, que fueron humoristas fuera de serie, y que siempre son espectadores en el juego de la ambición o el amor. Por eso son desternillantes hasta en sus peores películas. Los grandes personajes del humor no participan de ese juego, porque su mundo es otro, con sus propias reglas extraterrestres, y la hilaridad surge del conflicto entre su mundo y el nuestro. En eso, el humor se aproxima al género fantástico, e incluso a su aparente opuesto, el género de terror: si Drácula no llevara colmillos, nos mataría de risa.
Chaplin y Keaton fueron dos gigantes del cine, los dos diferentes y parecidos a la vez, los dos cerebrales y sentimentales. Ningún humorista después de ellos podría igualar algunas de las obras que nos dejaron. Sus películas siempre estarán entre lo mejor que ha dado el cine en toda su historia, sin discusión. Sus destinos fueron dispares, pues Chaplin pasó de la pobreza a la riqueza, y Keaton hizo el viaje inverso, acaso más duro. Ambos se encontraron en el camino, y el ejemplo quizás sea esa célebre escena de Candilejas en que actúan juntos, en la que el mensaje, para el que quiera entenderlo, es que los viejos bufones inspiran tristeza.
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