jueves, 2 de julio de 2009
Afán de vivir
—Nada de eso —exclamó Iván con calor—. Por el contrario, veo en ello una sorprendente coincidencia. Desde nuestra entrevista de esta mañana, sólo pienso en la candidez de mis veintitrés años, y ahora esto es lo primero que me dices, como si hubieras adivinado mi pensamiento. ¿Sabes lo que me estaba diciendo hace un instante? Que si hubiera perdido la fe en la vida, si dudara de la mujer amada y del orden universal y estuviera convencido de que este mundo no es sino un caos infernal y maldito, por muy horrible que fuera mi desilusión, desearía seguir viviendo. Después de haber gustado el elixir de la vida, no dejaría la copa hasta haberla apurado. A los treinta años, es posible que me hubiera arrepentido, aunque no la hubiera apurado del todo, y entonces no sabría qué hacer. Pero estoy seguro de que hasta ese momento triunfaría de todos los obstáculos: desencanto, desamor a la vida y otros motivos de desaliento. Me he preguntado más de una vez si existe un sentimiento de desesperación lo bastante fuerte para vencer en mí este insaciable deseo de vivir, tal vez deleznable, y mi opinión es que no lo hay, ni lo habrá, por lo menos hasta que tenga treinta años. Ciertos moralistas desharrapados y tuberculosos, sobre todo los poetas, califican de vil esta sed de vida. Este afán de vivir a toda costa es un rasgo característico de los Karamazov, y tú también lo sientes; ¿pero por qué ha de ser vil? Todavía hay mucha fuerza centrípeta en el planeta, Aliocha. Uno quiere vivir y yo vivo incluso a despecho de la lógica. No creo en el orden universal, pero adoro los tiernos brotes primaverales y el cielo azul, y quiero a ciertas personas no sé por qué. Admiro el heroísmo; ya hace tiempo que no creo en él, pero te sigo admirando por costumbre... Mira, ya te traen la sopa de pescado. Buen provecho. Aquí la hacen muy bien... Oye, Aliocha: quiero viajar por Europa. Sé que sólo encontraré un cementerio, pero qué cementerio tan sugeridor. En él reposan ilustres muertos; cada una de sus losas nos habla de una vida llena de noble ardor, de una fe ciega en el propio ideal, de una lucha por la verdad y la ciencia. Caeré de rodillas ante esas piedras y las besaré llorando, íntimamente convencido de hallarme en un cementerio y nada más que en un cementerio. Mis lágrimas no serán de desesperación, sino de felicidad. Mi propia ternura me embriaga. Adoro los tiernos brotes primaverales y el cielo azul. La inteligencia y la lógica no desempeñan en esto ningún papel. Es el corazón el que ama..., es el vientre... Amamos las primeras fuerzas de nuestra juventud... ¿Entiendes algo de este galimatías, Aliocha? —terminó con una carcajada.
Fiódor Dostoievski, Los Hermanos Karamazov (1880)
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