miércoles, 27 de mayo de 2009

Sherlock Holmes


Mi propósito es discernir las causas de la inmensa y perenne popularidad de Sherlock Holmes entre los lectores del mundo entero. Sabido es que Poe inventó el género policial, pero su magnífico Auguste Dupin carece de una personalidad definida. Ese es muy probablemente el triunfo de Holmes: nos encontramos con un ser humano con sus virtudes y defectos. El detective de Baker Street es un tipo misógino, con tendencia a la melancolía, consumidor de cocaína, amante del violín y la ciudad, y no rehúye los disfraces ni el combate físico si es necesario. Estos rasgos huraños lo hacen querible, de modo que el doctor Watson, más virtuoso, nos contagia de su afecto por él.
Sherlock Holmes es, además, el detective por antonomasia. Salvo en casos realmente excepcionales, sólo precisa de las páginas de un cuento para resolver enigmas de cualquier índole, mientras Poirot o Miss Marple rara vez descienden de la extensión de la novela. Borges desdeñó ocasionalmente los métodos científicos de Holmes en favor de la intuición psicológica del Padre Brown, pero en algunos de los cuentos más tardíos del personaje, también se incluye la observación social, e incluso a veces se roza el terror. Todas las modalidades del crimen clásico (el cuarto cerrado, la suplantación de la personalidad, los mensajes crípticos, el crimen salvajemente pasional) están presentes en los cuentos y las novelas de Arthur Conan Doyle, un autor superdotado, injustamente eclipsado por su criatura.
Hay apuntes de alta literatura además. Las historias de Sherlock Holmes están narradas por el doctor Watson. Sin embargo, su colega investigador pone en duda la objetividad del buen doctor en numerosas ocasiones, acusándolo de adornar los casos en que participan, de modo que está ejerciendo de crítico de sus propias narraciones. De hecho, es posible que Watson sea efectivamente un narrador subjetivo o parcial, puesto que la cronología de la saga es cuando menos confusa. Por otro lado, hay en el gran enemigo de Holmes, el profesor Moriarty, algo de oscuro döppelganger del detective, hijo quizás de sus adicciones, ya que nadie, aparte de Holmes, parece conocerlo o verle claramente.
Sin embargo, a mí personalmente las historias de Holmes me conmueven por otro rasgo particular: la amistad sincera e improbable que el huraño sabueso y el doctor colonial se profesan, y que se manifiesta menos en declaraciones hipócritas que en gestos decididos. En los momentos más delicados y cruciales, Sherlock se preocupa genuinamente por el doctor, y Watson no duda jamás en seguir a su compañero en sus muchas aventuras, en cualquier momento y circunstancia. La amistad verdadera es siempre infrecuente, y ese canto a esta gran virtud humana es, sospecho, una de las bases de la inmortalidad de Holmes y Watson, que seguirán cazando al perro de los Baskerville en los pantanos de la eternidad.

miércoles, 20 de mayo de 2009

No Future


La verdad es que no soy una persona excesivamente musical, al menos en esta etapa de mi vida. Pero no voy a hablar de mí más allá del hecho obvio de que no puedo hablar de otra cosa. El caso es que cuando pienso en un género tan popular como el rock pienso en cómo Charlie Parker robaba el saxofón de un músico rival que tocaba precisamente rock y lo soplaba de modo compulsivo "para ver si aún afina", en brillante escena de la (esta sí) obra maestra de Clint Eastwood. Pienso en una repetitiva y resultona derivación del blues, que ocasionalmente, en épocas muy concretas, ha dado artistas de renombre.
En el pasado, claro está. El rock and roll nació como expresión de una rebeldía, y no consigo ver, en estos años recientes, a ningún músico o grupo del género que tengan nada que ver con eso. El tremendo éxito de los conciertos de U2, Bruce Springsteen, REM o Bob Dylan no hace más que constatar que no hay quien reemplace el ideario de esos músicos ya crepusculares. Musicalmente tampoco, por supuesto. Que me dicen Coldplay, yo digo los Who. Que me dicen Radiohead, yo digo Kraftwerk. Me ponen canciones de los Oasis o de Eminem, yo pienso en Jimmy Hendrix, o en Led Zeppelin, o en los Sex Pistols. Y no hay color.
La última buena época fueron los 90 en su primera mitad, hasta que llegó Green Day, es decir, la época del Grunge y la explosión de sonido furioso que le siguió, culminando ya en su decadencia con los NIN y Marilyn Manson. Después de eso, el vacío, y yo mismo desconecté del rock y del roll. Porque si un sentido tiene esta expresión musical es la transgresión: letras que denuncian la situación del mundo, canciones de desgarro amoroso entre riffs brutales, o baladas pop llenas de contenido como las de Michael Jackson, Genesis o Elvis Costello. Ahora sólo queda el esqueleto desnudo de un fósil extinto, y las tribus bailando alrededor.
Por otra parte, hay algo animal, inquietante, en los conciertos en directo. He ido a unos cuantos, y más me vale haber bebido cierta cantidad de alcohol, porque me parece extraño que un tipo con una guitarra pueda arrastrar a las masas de un modo tan hipnótico a un estado lindante con el frenesí. Puede que sea una deficiencia mía pensar más que sentir, pero a veces se me ocurre qué pasaría si un pobre aficionado le diera sin querer con una lata en la cara al celebrity que está tocando en ese momento. Quizás la multitud de fans enloquecidos lo despedazarían como hacen con Grenouille al final de la novela El Perfume.

martes, 12 de mayo de 2009

Agujero negro


Mala cosa es la crítica unánime. Una obra duradera siempre suele generar polémica cuando aparece. Pero vayamos al grano: todos los críticos o aficionados que elogiaban Star Trek, versión J.J. Abrams, o no habían visto nada de Star Trek antes, o criticaban a George Lucas por sus precuelas galácticas. Bueno, ya quisiera el listo de Abrams (otro emperador desnudo al que sus negros le hacen el trabajo) rodar con la precisión con la que Lucas rodó La Venganza de los Sith.
Lo más triste de esto es que, con un poco de esfuerzo, hubieran conseguido una película memorable. Los actores acompañan, como ese Karl Urban que recuerda realmente a McCoy, o un inspirado Zachary Quinto que es el alma de la película (junto con Nimoy, por supuesto). Esta es una película sobre Spock, que siempre fue un personaje magnético. La música acompaña (aunque en las escenas de acción Giacchino copia a John Williams). Y los efectos especiales están hechos a la orden del día.
¿Qué es lo que falla? Un guión sin pies ni cabeza, que en realidad no se diferencia tanto del material de base, pero que trata de ponerse por encima. Soy persona de miras abiertas, y tolero en Star Trek las violaciones del canon, que son legión en esta entrega que trata de partir de cero y se queda en poco más que un vistoso rosco. ¿Un Kirk que parece un psicópata palurdo? Me lo trago. ¿Una Uhura que se lo monta con quien pilla? Me lo trago. ¿Un Scotty apayasado que aparece de la nada? Lo aceptamos. Hasta paso con el ascenso meteórico de Kirk y compañía al mando de la Enterprise, con insubordinaciones y sin respetar la cadena de mando.
Pero es que ni ese es Kirk, ni ese es Spock, ni ninguno de ellos son ellos. Porque el tremendo fallo de este Star Trek acelerado es que una paradoja temporal provocada por un minero romulano (que usa bolas rojas para hacer agujeros negros, ahí es nada), crea otro pasado, en el que la destrucción de Vulcano y las consecuencias que esto tiene sobre Spock pone a Kirk en el mando, en que Kirk mismo no tiene padre, y Spock pierde a su madre. Es decir, en lugar de mostrarnos la juventud de los míticos personajes, nos muestran a otros. Por eso Spock se encuentra consigo mismo: porque son personajes diferentes. Con lo cual, lo que estamos viendo es una mascarada efectista a la que le ponen el sello de Star Trek, pero que no tiene nada que ver con la franquicia. Una verdadera pena.

domingo, 10 de mayo de 2009

Sobre las prioridades


Querido B, me cuentas que estás bien de salud y me alegro de ello. Con inmoderación, me interpelas sobre ciertas cuestiones relativas al triunfo del Barcelona en las tres competiciones abiertas, y sobre el próximo debate que nuestros políticos abrirán en el Congreso en pocos días. He de responderte con franqueza, pues el trato sincero es la mejor prenda entre dos hombres preclaros, aunque nuestras lunas estén en distinta fase, menguante la mía y creciente la tuya, así los dioses lo quieran.
Un hermano mío estuvo en Londres con unos que creía amigos, y acudieron a la prédica de un orador en el Speaker´s Corner de Hyde Park. El orador, con certera agudeza y sentido común, señaló a uno de esos amigos, observando que llevaba una camiseta del equipo que tanto admiras, y le dijo: "El fútbol está bien, pero es un orden muy bajo de prioridades". Mi encarecido amigo, nuestro tiempo en la Tierra no es eterno y nuestra búsqueda ha de centrarse en la sabiduría, no en las bajas pasiones.
Quiero decir con esto que observarás a mucha gente celebrando la presumible victoria del Barcelona en las competiciones, o a la masa enardecida insultando a alguno de los políticos eminentes que tomarán en estas fechas el atrio de los oradores. Y yo te digo que ninguno de ellos es tu amigo, ni digno de ser tu enemigo. El vulgo, cuando insulta al Madrid, o a Rajoy, o a la inversa, insultan a lo que no les gusta de sí mismos: al jefe que los humilla, a la mujer que los engaña, a las personas que no tolerarían esos insultos sin pérdida personal para ellos.
No encarnices en enemigos invisibles, que están muy lejos de ti en altura y posición, las energías que debes emplear en la búsqueda de tu bien y estabilidad. Que estas cosas no te las dará ni el más preciado estadista, ni te las quitará, si las has conseguido de buen mérito, el más bruto de los dictadores. Ellos se ocupan más de sí mismos que del bien común. Del mismo modo, debes mantener una prudente distancia con aquellos que se exaltan en los partidos de pelota. Pero no dejes de celebrar lo que es digno de celebrarse.
Lo que ves en los periódicos y televisiones tiene poco que ver contigo. Muchas personas hay hoy sumidas en el desaliento, que dirán que la culpa de sus males es de Zapatero, o que Rajoy es un fascista. Aléjate de esas posturas necias, que nada han de procurarte, y mantente cerca de los tuyos, que un día han de echarte a faltar, o tú a ellos. Pero por encima de todo no seas incoherente, y mal maestro de experiencia sería yo si te dijera estas cosas y luego fuera a votar al colegio. Abstente de participar en la vida pública, amigo mío. Tu vida privada es mucho más importante.

martes, 5 de mayo de 2009

Días de furia


Mientras series como Perdidos van cayendo sin pausas en la extravagancia, o se aplaude cualquier cosa que venga de Ultramar (cuando, como siempre, la excelencia no abunda), la serie 24 mantiene, en su ya séptima temporada, un nivel de calidad envidiable. Ha habido cambios en la dirección y producción, vaivenes de rodaje por la huelga de guionistas, aplazamientos y demás, pero la serie más creativa de la televisión desde Los Intocables sigue sin decepcionar. La incorporación de guionistas de Star Trek (Brannon Braga, Manny Coto), o Expediente X (Howard Gordon, Alex Gansa), a los ya habituales asegura que las cosas se hacen bien hechas.
El secreto no es otro que ofrecer lo que siempre se ha ofrecido, sin autoparodias ni barroquismos: un comienzo electrizante, el constante vaivén entre las acciones de Bauer (y compañía) y las conspiraciones de palacio en la Casa Blanca, los topos y las muertes, el reloj con su constante tic tac, los villanos que son peones de otros villanos en un juego de cajas chinas, los giros imprevistos, y por supuesto, la planificación en pantalla múltiple, acción paralela y tiempo real que revolucionó la televisión y que sigue siendo tremendamente entretenida y efectiva para contar la lucha desesperada de unos hombres contra el terror sin fronteras.
Esta temporada, sin embargo, ofrece algunos valores añadidos. Desde el principio en que Jack Bauer es interrogado en el Senado, se ofrece en el séptimo día más difícil de su vida una autorreflexión sobre la validez de los métodos empleados por los agentes de la lucha antiterrorista. Bauer, especialmente él, se justifica muchas veces a lo largo de la temporada, y se humaniza más que en entregas anteriores, al estar en un entorno (el FBI) y una ciudad (Washington, que luce maravillosamente en sus enclaves más famosos y sombríos) que ya no le son propios. El pertinaz agente se encuentra más solo que nunca, lo que le hace apoyarse más en sus nuevos compañeros, sin perder su mortal eficacia. Nunca como en esta temporada ha sido tan difícil distinguir entre amigos y hostiles. Una reflexión muy adecuada en un momento de cambio y relevo político en el centro de poder mundial.
Todo ello enmarcado en una enrevesada trama que, como es habitual en la serie, refleja aspectos de la actualidad. El meollo gira alrededor de la aspiración al poder absoluto de una empresa de ejército privado, llamada Starkwood (en referencia a Blackwater, un poder en la sombra), que no confía en la capacidad del Gobierno (en este caso la presidenta es una afable mujer, recordemos que 24, esa serie tan conservadora en boca de algunos, fue pionera en poner a dos presidentes negros en la Casa Blanca) para defender los valores que representa. Una compañía encarnada en un villano interpretado con nervio de maestro por el gran cowboy de medianoche que fue y es Jon Voight. Las cosas se complican mucho, por supuesto, pero no desvelaré más.
La verdad es que me importa más bien poco el bombo que se les da a engendros adolescentes como Heroes, vacuidades sanitarias como Anatomia de Grey, chorradas como Gossip Girl, pantanos estancos como Prison Break, o series eficaces pero ya agotadas como CSI. La serie 24 sigue siendo, a siete años de su estreno, un referente mundial, y probablemente el papel más memorable de su torturado protagonista, un impresionante y esforzado Kiefer Sutherland al que anhelamos encontrarse con su padre en esta ficción que no lo es tanto. Que no pare, por favor.