sábado, 6 de marzo de 2010
El hombre del espejo
Debiera resultar evidente que hay bien y hay mal en este mundo. Muchos hijos bastardos de la psicología lo relativizan todo, y achacan las crueldades al ambiente, a una infancia terrible, a la pobreza, o a la falta de oportunidades. Negando el libre albedrío, negamos también el mérito de las personas que, bajo las mismas circunstancias negativas antes mencionadas, eligen otro camino, casi siempre el más difícil.
Pero hay que tener extremo cuidado con este asunto. Partiendo de la premisa de que no hay nadie completamente inocente, lo lógico es que la cantidad de bien y de mal se distribuya según una normal. Es decir, la mayoría de personas cometen pequeñas maldades y pequeños bienes, algunas pocas son extremadamente crueles, y, con frecuencia aún menor, algunas están cerca de la santidad. Las excepciones confirman la regla de que en cada uno de nosotros convive lo mejor y lo peor.
Ahora bien, ¿puede saber una persona determinada que está haciendo el mal? En la época de la Inquisición, por ejemplo, los torturadores bajo la égida de la Iglesia estaban convencidos de que servían a una buena causa. Del mismo modo, un terrorista puede considerar sacrificables a ciertas personas si eso conduce a la libertad de su pueblo. Si hombres como estos no creen que estén haciendo algo malo, ¿cómo condenarlos?
He tratado de evitar tres tratamientos comunes a la hora de escribir esto: la perspectiva religiosa, que es demasiado prolija y en la que no soy un experto, el uso de ejemplos determinados, puesto que yo soy el último para juzgar si tal o cual personajes de la Historia fueron mejores o peores, y mi propia opinión personal, que es más bien pesimista e interferiría en el asunto que trato. He intentado, en suma, ser neutral en este juego
El derecho establece que una persona es condenable si distingue el bien del mal y hace esto último. No tengo demasiada fe en la justicia, todo sea dicho. Los jueces que tanto estremecían a Flaubert no pueden distinguir entre aquellos que se pierden por exceso de bien, o aquellos que se salvan a pesar de sus crímenes. Sólo hay, a mi juicio, tres síntomas de que una persona está a punto de caer en la oscuridad: primero, que se cree buena, segundo, que no duda nunca de sus actos, y tercero, que no se arrepiente nunca de nada.
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