domingo, 8 de noviembre de 2009

Cambio de gustos


Se pueden decir muchas cosas de los años 60. En el campo cinematográfico, agonizante ya la edad de oro, algunos directores presentaron películas que experimentaron con el lenguaje del cine, conscientes de que había que impulsarlo hacia adelante. Pienso en Los Pájaros, 2001, El Ángel Exterminador, Resnais, Antonioni y Godard. Algunas de estas propuestas han quedado un poco empolvadas, pero todas ellas conformaban una especie de modesta revolución. Lo asombroso no es que estas películas fueran posibles, sino la reacción positiva del público ante ellas. En el caso de Hitchcock y Kubrick hablamos de rotundos éxitos. En los demás casos, como mínimo, hablamos de animados debates.
Cuarenta años después, algunos otros realizadores, recogiendo la estela de aquéllos, y conscientes a su vez de que el cine puede ir más allá de lo inventado por Griffith, tratan de dar algunos pasos adelante en la evolución del séptimo arte. Hablo de La Fuente de la Vida, Tideland, Inland Empire, Señales del Futuro, la recién estrenada The Box, o algunas últimas propuestas de Coppola o Kenneth Branagh. La reacción de los espectadores y críticos, incluso en los festivales del ramo, no puede ser más decepcionante. Reaccionan como niños que patalean porque no hay un final feliz. Los críticos miran hacia impostores como Tarantino, Amenábar o Zhang Yhimou, y los espectadores dan a espuertas sus dineros a secuelas de Transformers y Ice Ages.
¿Qué ha pasado exactamente? Profeso el mayor de los respetos al público que paga su entrada. Desde luego, mucho más que a la mayoría de críticos de cine. Pero se trata de una cuestión de olvido, me temo. Para las nuevas generaciones de espectadores, y algunos críticos de nueva hornada, el cine empezó con Star Wars. ¿But is it art? Si hablamos del cine como lo que es, no podemos entender lo que Terry Gilliam o Richard Kelly nos proponen si no conocemos bien lo que les antecede. Un público que va relegando al olvido el cine clásico no está listo para entender el cine moderno. Es como la escuela: si no te sabes el álgebra, te vas a estrellar en las integrales, muchacho, por mucho que las leyes te aprueben. Y los cinéfilos de hoy en día están poco y mal educados.
En todo caso, estimado público, no hay culpa alguna en la falta de cultura, pero sí en la falta de curiosidad. Si acercan sus ojitos a las películas de Fritz Lang, Kenji Mizoguchi, Raoul Walsh o Roberto Rossellini puede que descubran historias y personajes que les lleguen al corazón. Pero si las palabras cine mudo o blanco y negro son sinónimos de aburrimiento para ustedes, mucho me temo que conseguirán, con el gran y respetable poder que les da la mayoría, que el cine se quede siempre en un estado de infancia permanente, por más efectos especiales o gafas de tres dimensiones que se le pongan. Porque la revolución, sencillamente, no está en el disfraz, sino en el contenido. En vuestras manos está entenderlo, y depende de ustedes salvar al cine de ser un sucio negocio y darle la categoría de séptimo arte que se merece.

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