viernes, 27 de noviembre de 2009
Lo viejo y lo nuevo
Los futuristas siempre han sido bastante drásticos. La inmensa mayoría creía que las nuevas tecnologías vendrían a sustituir a las antiguas de manera radical. Lo que está ocurriendo, sin embargo, se puede resumir en la brillante metáfora de uno de los mejores, Alvin Toffler: estamos viviendo un continuo entrechocar de olas. Si la civilización estuviera gobernada por la razón, es probable que la televisión hubiera acabado con la radio. Pero las personas somos seres aferrados a las costumbres, y nuestro comportamiento es impredecible.
Los ejemplos son múltiples, y voy a señalar algunos que me parecen significativos. El Compact Disc ahora mismo está menos valorado que el vinilo. Los libros electrónicos no han sustituido al papel. El cine ha sobrevivido incluso al Blu-Ray y las pantallas de plasma. Los viajes en avión no han hecho desaparecer los cruceros por mar. Internet no ha implantado el teletrabajo. Los alimentos transgénicos son menos populares que los ecológicos. En resumen, las tecnologías no se eliminan mutuamente, sino que conviven de un modo parcialmente ordenado.
El teléfono móvil es un caso muy particular. No cabe duda de que su implantación en la sociedad ha sido un fenómeno histórico. Además, es un aparato que ha evolucionado de manera pasmosa, de modo que hoy en día un terminal es una especie de navaja suiza electrónica, con pantalla táctil, capaz de hacer casi de todo, desde reproducir música a grabar vídeo o conectarse a la Red, entre otras cosas. Sin embargo, para asombro de muchos y mío, el uso más extendido del móvil es el envío de mensajes de texto, en un lenguaje con características propias. Y por otro lado no ha reemplazado a las líneas fijas.
Por supuesto que hay excepciones. Del mismo modo que el coche desplazó a las carrozas, los ordenadores han enterrado a las viejas, entrañables máquinas de escribir. Pero en general no dejo de observar esa curiosa convivencia entre lo viejo y lo nuevo. Quizá sea una expresión de la libertad individual, o de una pequeña rebeldía frente a las imposiciones del avance técnico. Tengo ciertas dudas al respecto en el entorno de una sociedad consumista. Hay muchos factores en juego, pero el hecho de que en 2009 aún circulemos en coche y no hayamos vuelto al espacio me hace pensar que los avances que he citado no son tan portentosos como para sustituir a los que les preceden.
Hay motivos para concluir que el progreso, esa espada de tres filos, ha frenado un tanto su velocidad. Hubo más avances importantes en la guerra fría, sin ir más lejos, que en todo el período posterior. Una economía de paz relativa no es un estímulo demasiado grande para el desarrollo científico. Tengo presente lo provocador que es afirmar esto, pero no soy el primero ni el último en hacerlo. A falta de grandes avances como una nueva forma de energía o la cura de la diabetes, los niños eternos que somos nos entretenemos con los juguetes que nos dan, pero cuando nos aburrimos de ellos volvemos a los que teníamos guardados en el baúl.
sábado, 21 de noviembre de 2009
La rueda de fuego
Girolamo Savonarola irrumpió en la Florencia del Renacimiento con una fuerza inusitada. Había sido un ferviente estudiante dominico, brillante y apasionado. Sin embargo, estaba fuertemente impregnado de pesimismo, y su manera de escribir y hablar siempre tendía hacia la exaltación. Sus primeras críticas fueron hacia la misma Iglesia, a la que consideraba en estado de decadencia moral. Llegó a decir que la Curia Romana era una furcia corrupta. Savonarola entró como predicador en la Florencia de los Medici indignado por todo lo que veía, y convencido de que se acercaban días adversos. Dijo que un segundo Ciro entraría en Italia, y la súbita entrada de Carlos VII en la ciudad le dio la razón.
Se convirtió en un reformador. Predicaba que la vida cristiana consistía en hacer el bien, no en la pompa y circunstancia. Estaba en contra de las vestimentas, el juego, la usura y las fiestas profanas. Establecido como líder religioso y político de la ciudad, reprimió con dureza la sodomía y cualquier tipo de abuso. Odiaba los lujos, que según él alejaban al hombre de la pureza original. De este modo, hizo quemar espejos y cosméticos, pero también cuadros y libros. Se dice que Botticcelli, que era partidario suyo, quemó voluntariamente varias de sus obras en la así llamada Hoguera de las Vanidades. También se opuso al comercio y al dinero en general.
No tardó en hacerse enemigos poderosos. Un grupo de ellos se hizo llamar los enojados, y hasta el mismo Papa Alejandro VI anunció su excomunión y mandó que lo arrestaran. Pero Savonarola se negó a obedecer al corrompido pontífice Borgia, e incluso cuestionó abiertamente su autoridad. Para entonces, Savonarola había empezado a condenar a muerte a homosexuales y a adversarios políticos, y usaba niños para espiar dentro de las casas, en un régimen casi inquisitorial. Lo que había empezado como prédica se había convertido en tiranía.
A la desesperada, puesto que el poder del dominico era temible, sus enemigos usaron a los franciscanos. Dado que Florencia estaba dividida en revueltas violentas por su causa, un monje de la orden humilde le desafió a una prueba de fuego ante Dios. En un gesto de cobardía que fue su gran error, Savonarola se negó. Esto enfureció a la muchedumbre, y perdió el favor del pueblo. De este modo, fue arrestado, torturado y juzgado. Sus argumentos en defensa propia fueron formidables. Pero no le salvaron de la hoguera en la que su cuerpo fue quemado durante horas, hasta que sólo quedaron unas pocas cenizas que fueron tiradas al río Arno.
Savonarola no estaba equivocado en todo. Era sin duda un hombre extraordinario, para bien o para mal. Publicó varias obras de argumentación impecable en defensa del ascetismo. Sus ataques no eran contra la Iglesia como institución, sino contra el lamentable estado en que se encontraba en su tiempo. Denunció los lujos en una época en que muchos se morían de hambre mientras los nobles coleccionaban joyas. Su gran defecto fue el extremismo que manifestó desde el principio y que acabó llevándole a la crueldad y el fanatismo. Y la gran lección que se desprende de su trágica historia es que en todo hombre ha de haber coherencia entre lo que dice y lo que hace. Muchos de los que dicen defender a los pobres de hoy en día deberían recordarlo.
sábado, 14 de noviembre de 2009
Negro sobre blanco
No sólo de temas trascendentes vive el mundo. Hablemos del actor cansino por excelencia, el famoso, celebérrimo Will Smith. Ese tipo que canta raps de buen rollo, que va de buen rollo por la vida, que siempre sonríe y está siempre de buen humor. No me interesa la vida personal de nadie, así que la de los actores fíjense, pero detrás de esa mascarada tiene que haber algo. Seguro que los rumores que alguna actriz sembró sobre su comportamiento de divo en esa insulsa serie de Bel Air (repitan conmigo: no mitificaré las series de mi infancia) tienen algo que ver. No desdeñemos alguna que otra estupidez sobre sus consejos sexuales.
Lo que de verdad importa es su filmografía. Will Smith, un actor que hace de la consciencia de su negritud y de su humor blanco las bases esquizoides de su trabajo, siempre hace de sí mismo, un graciosete que de cuando en cuando se pone dramático o bueno. Esa consigna lo ha convertido en uno de los actores mejor pagados del mundo gracias a perlas como Independence Day, las dos de los Bad Boys, las dos Men in Black, o la atrocidad de la araña. En fin, todos pueden consultar la IMDB y hacer balance de la calidad de los proyectos en los que se mete.
Otra virtud (léase entre comillas) del simpatiquísimo negrete (eso valdría para otro personaje, pero ya hablaremos de eso en otra ocasión), es que, con su poder ejecutivo, ya es capaz de dictar los proyectos a su antojo, y el caso es que se ha vuelto especialista en destrozar clásicos de la literatura de ciencia ficción como Yo, Robot y Soy Leyenda. Sí, soy consciente de que Asimov y Matheson no son autores de la talla de Dante, ni falta que les hace, pero no se merecían tan flaco favor con esos dos artefactos que no se parecen en nada a su obra. Algunos de sus proyectos futuros (una precuela de Soy Leyenda, una secuela de Hancock, y una adaptación de Flores para Algernon) son para echarse a temblar.
Siempre hay una excepción, claro está. A falta de ver Ali (los biopics suelen aburrirme mucho), su interpretación más redonda está en En Busca de la Felicidad, una pequeña joya de un tal Muccino donde podemos ver que, si Smith se identifica realmente con su papel, hay esperanza para él. Y aquí lo borda, además la película está bastante bien. Muchos han dicho que es ingenua, o que la identificación de la felicidad con el dinero es simplista. Eso sólo lo dicen los pobres y los necios. Id a cualquier buen barrio de cualquier ciudad, y fijáos en las caras de la gente que está allí. No vivimos en un mundo de sueños, en el mundo real las cosas son como son. Una excepción a la regla que no admite fórmulas: director y actor quisieron repetir la jugada con Siete Almas (poster con la cara gigante del negrete, como en casi todas las suyas), y no les volvió a salir.
domingo, 8 de noviembre de 2009
Cambio de gustos
Se pueden decir muchas cosas de los años 60. En el campo cinematográfico, agonizante ya la edad de oro, algunos directores presentaron películas que experimentaron con el lenguaje del cine, conscientes de que había que impulsarlo hacia adelante. Pienso en Los Pájaros, 2001, El Ángel Exterminador, Resnais, Antonioni y Godard. Algunas de estas propuestas han quedado un poco empolvadas, pero todas ellas conformaban una especie de modesta revolución. Lo asombroso no es que estas películas fueran posibles, sino la reacción positiva del público ante ellas. En el caso de Hitchcock y Kubrick hablamos de rotundos éxitos. En los demás casos, como mínimo, hablamos de animados debates.
Cuarenta años después, algunos otros realizadores, recogiendo la estela de aquéllos, y conscientes a su vez de que el cine puede ir más allá de lo inventado por Griffith, tratan de dar algunos pasos adelante en la evolución del séptimo arte. Hablo de La Fuente de la Vida, Tideland, Inland Empire, Señales del Futuro, la recién estrenada The Box, o algunas últimas propuestas de Coppola o Kenneth Branagh. La reacción de los espectadores y críticos, incluso en los festivales del ramo, no puede ser más decepcionante. Reaccionan como niños que patalean porque no hay un final feliz. Los críticos miran hacia impostores como Tarantino, Amenábar o Zhang Yhimou, y los espectadores dan a espuertas sus dineros a secuelas de Transformers y Ice Ages.
¿Qué ha pasado exactamente? Profeso el mayor de los respetos al público que paga su entrada. Desde luego, mucho más que a la mayoría de críticos de cine. Pero se trata de una cuestión de olvido, me temo. Para las nuevas generaciones de espectadores, y algunos críticos de nueva hornada, el cine empezó con Star Wars. ¿But is it art? Si hablamos del cine como lo que es, no podemos entender lo que Terry Gilliam o Richard Kelly nos proponen si no conocemos bien lo que les antecede. Un público que va relegando al olvido el cine clásico no está listo para entender el cine moderno. Es como la escuela: si no te sabes el álgebra, te vas a estrellar en las integrales, muchacho, por mucho que las leyes te aprueben. Y los cinéfilos de hoy en día están poco y mal educados.
En todo caso, estimado público, no hay culpa alguna en la falta de cultura, pero sí en la falta de curiosidad. Si acercan sus ojitos a las películas de Fritz Lang, Kenji Mizoguchi, Raoul Walsh o Roberto Rossellini puede que descubran historias y personajes que les lleguen al corazón. Pero si las palabras cine mudo o blanco y negro son sinónimos de aburrimiento para ustedes, mucho me temo que conseguirán, con el gran y respetable poder que les da la mayoría, que el cine se quede siempre en un estado de infancia permanente, por más efectos especiales o gafas de tres dimensiones que se le pongan. Porque la revolución, sencillamente, no está en el disfraz, sino en el contenido. En vuestras manos está entenderlo, y depende de ustedes salvar al cine de ser un sucio negocio y darle la categoría de séptimo arte que se merece.
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