lunes, 16 de marzo de 2009

El peligro de los clásicos


Nunca le des la espalda a los clásicos. Nunca los des por sentados. Dicen que hay una etapa clásica en la formación de toda persona culta. Yo opino que esa etapa no debería acabar nunca. Ahora que vivimos tiempos tan cínicos, hay una cierta tendencia a menospreciar a los antiguos creadores. Deben ser cosas de la ley de educación o la tendencia a matar al padre. Pero los clásicos son enemigos poderosos. Cuando crees que estás por encima de ellos, te pueden apuñalar con un rayo de belleza aniquilador, como una frase de piano perfecta que te paraliza. No pocas veces, cuando ya creías saberlo todo sobre ellos, los redescubres y te entra miedo.
Es normal. Montaigne mismo se dedicó toda su vida a reinterpretar a los antiguos. Borges cultivó un género muy extraño de cuento y ensayo que parece el cierre a una etapa de la cultura. Cuando ves una página en blanco, o un lienzo sin tocar, y piensas en Shakespeare o Miguel Ángel, piensas "¿Para qué?", y te entra el terror. Cuando uno intenta el arte, no lo hace sólo por dinero, como decía Samuel Johnson socarronamente. Hay un deseo de hacer algo digno, algo que valga la pena, si eres honrado y tienes sentido estético.
Es duro hacer arte en un mundo en que el público agota a Dan Brown, un hombre que no había leído narrativa hasta los cuarenta, o a los iluminados de la televisión, ese aparato tan mal usado y pérfido. Pero es mucho más duro hacer algo bueno después de Faulkner, Joyce o Beckett. A veces, pienso que es una providencia que la Biblioteca de Babel se quemara, o que Mozart viviera pocos años. ¿Qué les hubiera quedado a los demás si tuviéramos más de cien obras de Esquilo o Mozart hubiera compuesto trescientas obras después de ese Réquiem que ya prefigura y hasta supera a Beethoven?
Dicen que si vas a Italia, te puede dar el síndrome de Stendhal (otro de los muchos que dejaron sus pies en el país del arte), de tanto cuadro, escultura y monumento. Es literalmente abrumador, eso es cierto, sobretodo si eres japonés. Aunque a mí, en Roma, me entraría más la tristeza que la admiración. Pensaría en Quevedo y miraría las ruinas del Imperio más o menos conservadas, y entonaría baladas tristes como las Elegías Romanas de Goethe. Lo malo es que Goethe lo hizo antes. Pero siempre hay nuevas formas de expresión. Los clásicos, como las montañas, invitan a ser desafiados.

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