sábado, 26 de febrero de 2011

La delgada línea


La definición de salud que la OMS emite en su carta magna dice con claridad que es "un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades». Muchos teóricos dicen sin embargo que esta definición es incompleta y poco dinámica, y le han querido añadir enmiendas. Pero ninguno de esos sabios se ha atrevido a dar el salto que equipara la salud con la felicidad.
Ahora bien, ¿quién es feliz? Si uno observa con ojo sano lo que ve cuando sale de paseo por la calle, advertirá que casi nadie lo es: los obstáculos son invencibles. Por otro lado, yo me pregunto si la salud perfecta, la felicidad, no podría ser contraproducente. Es de la insatisfacción que ha salido el impulso que sacó al hombre de las cavernas y lo envió al espacio. Dadme un hombre inquieto, y yo os mostraré su potencial.
Kipling alabó el dolor físico, por entender que hace olvidar los infiernos del alma. Séneca le escribió a Lucilio que la enfermedad tiene sus alivios, como la salud tiene sus penas. Y así es, en efecto. Cuando uno esta "ausente de afecciones" está más atento a las zonas oscuras del paisaje, por el simple motivo de que nada le distrae de verlas. La enfermedad obliga a una persona a interiorizarse.
De hecho, yo comparo a un enfermo, siempre que sea cosa benigna, con una persona encadenada. Cuando poco a poco se va curando, uno se siente en un estado de ansia, de ganas de vivir. Y cuando uno al fin está curado, todo le parece, por un tiempo, extraordinario. Yo recuerdo una dolencia que me mantuvo en cama varias semanas, salir a la calle por primera vez y admirar el colorido y aspecto del mundo con muda admiración.
Otra cosa que la OMS y los teóricos olvidan es que la definición de salud no se limita al individuo. Puede haber enfermedades que abarquen sociedades enteras, y no me refiero precisamente a la gripe ni a ejemplos conocidos del pasado. Dentro de la aparente paz de nuestra vida moderna, se esconde una insidiosa apatía, hecha a tres partes de soledad, egoísmo y tristeza, que tiene encadenada a buena parte de la sociedad.

martes, 15 de febrero de 2011

Pagan para gozar


Voy a corregir un error en el que he incurrido durante mucho tiempo. Confío en que no sea la primera vez que lo haga, por cierto. Es un error compartido, claro está, y consiste en creer que el arte es algo reservado sólo para determinadas personas. Este elitismo, que se agazapa detrás de la mayoría de la gente que se considera culta, es una forma de racismo intelectual, y un desacierto monumental, como intentaré demostrar en breves líneas.
Los artistas no trabajan para los críticos, que son los principales abogados del elitismo, sino para el éxito. El arte sólo existe para su público, y todo escritor, pintor o músico quiere llegar a la mayor parte de público posible. Por un lado, para ganar dinero (hay que recordar a Samuel Johnson en esto), y por otro, el más noble, para hacer más feliz la vida de muchas personas.
Con el tiempo y la edad, me he distanciado de algunos eminentes críticos, de los cuales no mencionaré el nombre por respeto a la concepción de Oscar Wilde de que un buen crítico es a su vez un artista. Porque no hay nada obligatorio en el arte. El público paga, y por el mero hecho de hacerlo ejerce la más sabia de todas las críticas. El cine es un buen ejemplo. La finalidad de una buena película es, simplemente, entretener.
Hay quien piensa que limitarse a entretener es sencillo. En realidad, es lo más difícil y agradecido al mismo tiempo. La música de Mozart jamás fue pensada para que la escucharan sólo los aburridos nobles. Shakespeare siempre fue un artista del pueblo, nada más y nada menos. Todo el mundo leyó y sigue leyendo a Dickens y a Victor Hugo. Los cuadros de Chagall y las películas de Hitchcock tienen una audiencia universal que no distingue de clases.
El divorcio entre los artistas y el público casi ha liquidado a la pintura. Pero si me centro en la lectura, no puedo evitar observar que la literatura está más viva que nunca, por el mero hecho de que nunca antes ha habido tantas personas con la capacidad de leer. Los críticos que se escandalizan con la popularidad de J.K. Rowling y de Stephen King debieran recordar que lo mismo se dijo en su tiempo de los autores que tanto admiran.

viernes, 11 de febrero de 2011

Amor en conserva


Hay un calendario secreto, que de forma sutil nos marca los momentos en que hemos de acudir a las tiendas a hacer un curioso trueque. Consiste el intercambio en convertir algo tan intangible como el cariño o el amor en algo cuantificable: es decir, regalos comprados con sucio dinero. Lo más siniestro de todo esto es que las personas juzgamos los sentimientos por el valor de los presentes que recibimos.
El calendario, cuidadosamente programado, sería más o menos como sigue: San Valentín, Día del Padre, Día del Libro, Día de la Madre, Semana Santa, Día del Niño, Todos los Santos, Navidad y Reyes. Como puede verse, algunas de las fiestas en que más se consume tienen un cariz religioso cada día más polvoriento. He obviado los cumpleaños, bodas, bautizos, santos y comuniones, que sin embargo también se enraizan en la religión.
La perversión es sutil y por ello tanto más peligrosa. Yo propongo aquí que regalar es una forma de pereza. Muchas personas se escandalizarían ante esta afirmación, pero es esencialmente cierta. Cualquiera de las celebraciones mencionadas es motivo de compañía y de expresión real de nuestros afectos. Al sustituir eso por regalos acumulables, nos ahorramos el pequeño esfuerzo de conocer al otro, por próximo que éste sea.
Es como si una persona enferma recibiera una visita que consistiera en preguntar cómo estás y dejar un ramo de flores, en lugar de efectuar el simple pero impagable gesto de agarrar la mano del enfermo con cariño. Personalmente, los mejores cumpleaños que he tenido en mi vida consistieron en comer con una persona muy concreta un simple bizcocho juntos, y ello en pleno siglo XXI. Supongo que eso constituye una herejía.
Pero permitan que les replique. Antes he mencionado el aspecto religioso de muchos de los festivos en que nos lanzamos como fieras a los centros comerciales. Uno debería preguntarse a qué apela la religión en su esencia, libre de fanatismos. El Islam mismo establece que "incluso salir al encuentro de tu hermano con una cara sonriente es caridad". La verdadera herejía, que atenta contra el sentido común, es dar obsequios con cara de circunstancias.

sábado, 5 de febrero de 2011

El misántropo


Probablemente, era una buena chica, pero yo nunca llegué a saberlo. Tenía los pies tan firmemente plantados en el suelo que era incapaz de elevarse un centímetro sin sentir vértigo. Era una mujer del mundo, y aunque durante un tiempo fingimos lo contrario, jamás nos entendimos. Fue culpa mía, casi seguro. Nunca quise dejar que me cambiara, y nunca le dejé conocerme. Cuando se miraba en mí, sentía rechazo, aunque nunca se atrevió a decirme lo que pensaba sinceramente.
Sí, vivía en el mundo. Le importaban mucho las apariencias, la simpatía con los desconocidos, las buenas maneras y la educación, las normas y el saber estar. Yo siempre estaba demasiado desconcertado mirando la naranja como para decidirme a comérmela. Ella odiaba que yo odiara a todo el mundo, incluida a ella la mayor parte del tiempo. No se podía hacer nada, y nunca lo entendió. En el fondo la comprendo y la compadezco.
Ella tenía miedo, de eso no hay duda. No de mí, sino de las cosas que yo me atrevo a mirar, y que están acechando como pozos donde caen los niños infortunados. Yo puedo saltar muy alto, y por el mismo motivo, puedo también hundirme en la tierra hasta cubrirme por entero. Cuando yo me reía, la hacía llorar, y cuando ella lloraba, yo sólo sentía una cierta náusea. No me era posible entender que lo pequeño fuera inmenso y esencial para ella.
No la perdono del todo. Había algo nocivo en su convencionalismo. No, mujer, no me interesa la vida en sociedad, no me interesan los clubs de baile, ni las playas, ni las reuniones de amigos, ni las fiestas, ni bañarme en la piscina, ni hacer lo que otros dicen que es correcto sin convencerme. Nada de todo eso que tiene tanta importancia para tu cordura me importa en lo más mínimo. Mi cabeza da vueltas como los planetas. No tengo tiempo para flores ni para bombones, ni para arreglarme la corbata.
No me interesa la ropa, ni los teléfonos, ni las mil normas absurdas que a ti tanto te agradan. No juzgo con tanta precisión sin tener elementos para poder hacerlo. Tú estabas tan segura de todo, y yo sólo lo estaba de que nada es seguro. Yo no te pedí que te acercaras a mí, fue tu error, te lo advertí. No eres mala chica. No lo era, vuelvo a decirlo. Sólo era una más de esas que se pasean con sus tacones, tan afilados como frágiles.