jueves, 11 de noviembre de 2010

Piedras sobre piedras


A veces me da por imaginar una época en que ya la humanidad haya hecho todo lo que le era posible. No me refiero a las funciones de rutina de cada individuo, como cambiar un neumático. Me refiero a una especie que haya agotado su civilización, que esté tan aplastada por el peso de sus logros pasados, que ya no pueda moverse hacia adelante. Esa futura comunidad decadente, al borde de su final, tendría ciertos rasgos particulares que me gustaría detallar.
Me imagino que cuando las cosas lleguen a ese punto, habrán algunas castas que tendrán un cierto prestigio social, y que serían las dominantes. Los arqueólogos y los historiadores serían, en mi sueño, grupos muy respetados. Me imagino un trabajo apasionante que consista, no en innovar, sino en redescubrir, en encontrar cosas nuevas o desconocidas en la obra de los antepasados. Muchas cosas se interpretarían de maneras distintas, a la luz del estado de ese mundo, que ya conoce la finalidad a la que iban dirigidos todos los esfuerzos precedentes.
Además surgiría una especie de clase media compuesta de aficionados cada vez más expertos, y que tendrían éxito en todos los cenáculos. Sería un mundo de eruditos, pero no habría ya nada nuevo. Toda la literatura estaría ya escrita y almacenada, todas las artes representadas en todas sus variaciones, toda la música ya habría sido compuesta, toda la ciencia consumida ya en meras especulaciones. Las estrellas mirarían con frialdad a un mundo que no conoce cómo cantarlas, ni es capaz de llegar a ellas.
Soy capaz de imaginar el comportamiento de una sociedad así, fuera de esas clases melancólicas. Puesto que, de algún modo, las personas de esa época estarían en una especie de mortal compás de espera, me imagino grandes fiestas hedonistas en que mujeres y hombres se entregarían a los placeres hasta franquear los límites de la ética. El aburrimiento, que haría presa en una sociedad en plena decadencia, como la termita en un roble caduco, obligaría a los nobles humanos a comportarse como los animales de los que hace mucho tiempo descendieron.
Tengo sueños de esta clase a veces, cuando me siento en el porche de mi casa y hojeo algún volumen descolorido lleno de palabras que pierden su sentido cuando me entra la modorra. La tranquilidad, quizás excesiva, me invita a pensar en estas cosas mientras la lluvia cae sobre los árboles que susurran en la oscuridad. Mi mujer dice que pienso demasiado, y que eso no es bueno. Debería hacerle caso, porque he llegado a imaginar que estoy viviendo en esa época, que el terrible sueño es ya una realidad.

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