sábado, 10 de julio de 2010
Mirad los cielos
El profesor Lang, titular de la cátedra de Astronomía de la Universidad de Miskatonic, descubrió que una raza extraterrestre hostil y antigua pretendía destruir la Tierra. Lo observó por su telescopio e interceptó las crípticas comunicaciones entre las naves, que atravesaban ya la nube de Oort. Lo cierto es que la flota invasora tenía una debilidad que Lang había averiguado, de modo que la vida de la Tierra dependía del aviso del doctor Lang.
Avisó primero a sus alumnos, en una clase que dejó de ser rutinaria. Escribió una serie de fórmulas que acaso sólo él pudiera entender, y les explicó la situación a sus queridos estudiantes, que mostraron un rostro demudado. No duró. Las carcajadas pudieron oírse hasta el mismo paraninfo, y Lang se puso rojo de furia, que no de vergüenza. Una de sus alumnas favoritas levantó la mano para decir: "Profesor, ¿es su manera de decir que hay un examen sorpresa?"
Lo intentó con sus colegas, y al menos ellos no se rieron ni un instante. En lugar de eso, lo miraron por encima del hombro. Algunos de ellos, que Lang siempre consideró amigos, se descubrieron al decirle que "siempre has sido un poco excéntrico". Casi todos coincidieron en que debía mantenerse en su área de especialidad, y no aventurar idioteces. Nadie había contribuído nada especial a la Ciencia, pero todos dieron sus consejos.
Lang no vivía en la ciudad. Mientras conducía, tomó la decisión de, al menos, avisar a su familia. Cuando llegó a casa, confesó sus suposiciones a su querida esposa. Los niños duermen, sin saber lo que nos espera, cariño. Deberíamos ponernos a salvo. Ella no se rió, ni fue condescendiente, simplemente escuchó atenta. Lang creyó haberla convencido. Sin embargo, cuando pudo tomarse su cena tardía, ella se fue al dormitorio, no sin antes decirle: "Mañana, recoge los platos, amor. Tengo guardia todo el día".
Ella tampoco le creía. En un último intento, el catedrático Lang llamó intempestivamente a un amigo íntimo, al que hace tiempo que no veía, y quedaron en una cervecería, casi a medianoche. El amigo escuchó toda la historia, y acaso creyó a Lang, pero: "¿Qué puedo hacer yo solo, contando con que fuera cierto?" Lang cayó presa de la desesperación. Pausa. Cuando llegaron las naves, ya invencibles, ya demasiado tarde para todos, el profesor lloró por Newton, por Cervantes y por sus hijos.
Sin embargo, las naves se lo llevaron antes de destruir la Tierra para siempre. Lo abdujeron. Los alienígenas, que no puedo describir, lo recibieron cálidamente con un murmullo que sólo Lang entendía, el mismo que había oído en las comunicaciones interceptadas. Lang, aunque quizás no fuera ese su nombre, había vuelto a su hogar, y estaba de nuevo con los suyos.
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