jueves, 15 de abril de 2010

La falsa noche


Una de las misconceptions más divulgadas en el mundillo académico, especialmente por esos profesores y catedráticos que llevan El País bajo el brazo, es que con la caída de Roma y la llegada del Cristianismo, se entró en una edad oscura en la que ningún avance científico era posible. Hace ya tiempo que los historiadores de la Ciencia han demostrado la falacia de tales afirmaciones, pero me gustaría aportar mi grano de arena sobre el tema, en estos tiempos mistificados.
La separación entre épocas es arbitraria y no resiste un análisis siquiera somero. Las etiquetas de Edad Media y Renacimiento son subjetivas, en el sentido en que la historia es un continuo. Las eras no empiezan ni acaban con la caída de las ciudades. Al fin y al cabo, todos los grandes científicos y descubridores que, según los cientifistas acérrimos como Sagan o Dawkins, iluminaron el mundo en la nueva época de la razón (pongamos por caso a Kepler, o a Copérnico), eran sacerdotes.
No está de más recordar que el conocimiento necesita estructuras. Y fue la Iglesia misma la que inventó las universidades como uniones o comunidades de pensamiento a la manera de la antigua Grecia. En esas universidades, profesores eclesiásticos a la manera del Guillermo de Baskerville de Umberto Eco, impartían sus enseñanzas con cierto grado de libertad. No era Cristo la piedra a romper, sino Aristóteles, y ni aun este, pues el estudio y comentario de su discutible autoridad, así como la de otros clásicos, creó el fermento de la razón que florecería después.
Es cierto que los científicos árabes realizaron grandes hallazgos en comparación a nosotros. Es cierto que cuando Marco Polo viajó a China, descubrió una civilización superior a la pobre Europa de entonces, sometida por el clero. La pregunta crucial es por qué en un pequeño continente, empobrecido por guerras sin fin, la peste negra y un clima terrible se produjo el esplendor artístico, el auge de las ciencias, la época de los descubrimientos, y, posteriormente y con exclusividad, la revolución científica.
Si la religión fue tan opresora en Europa, no entiendo por qué las civilizaciones orientales, con religiones mucho más benevolentes, no consiguieron lo mismo. Ni por qué el Islam, que tanta ventaja nos llevaba, se fue quedando anclado en sus férreas estructuras teocráticas. La Iglesia Romana, la misma que inventó el gótico, promueve dos valores fundamentales para el estudio: la paciencia y la disciplina. Cuando Colón fue a Salamanca, sus frailes ya sabían que la Tierra era redonda, y sus cálculos eran mejores.

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