sábado, 16 de enero de 2010

La ciudad caída


Las crónicas dicen que Alarico I saqueó Roma en el año 410 d.C. después de varias disputas con el incapaz emperador Honorio. El saqueo fue menos brutal que significativo para los derrotados. Yo aventuro una pequeña ficción que las crónicas no registran: los bárbaros empujados por la necesidad invadieron la ciudad y durante parte del día, se dedicaron a contemplar lo que habían tomado por la fuerza. Las fantásticas ruinas imaginadas por Robert E. Howard palidecen en comparación con lo insólito que a aquellos godos debió parecerles todo lo que les rodeaba.
Cuando vieron la arquitectura de Roma, sus acueductos y termas, los mausoleos y las estatuas, el Foro y el viejo Senado, los visigodos debieron sentirse extraños en tierra extraña. Y, como todos siempre destruímos lo que no comprendemos, hicieron lo mismo, por pillaje, pero también por temor. La crónica sí registra que respetaron las Iglesias, ya que el cristianismo era lo único que tenían en común los ganadores y los perdedores. Pero, un tanto al azar, los paganos destruyeron lo que ellos consideraron también pagano: la casa de Salustio, las tumbas de Augusto y de Adriano. Nombres que nada significaban para los saqueadores.
Se sabe, entre muchas otras cosas, que el hormigón que los romanos utilizaban habitualmente dejó de usarse hasta el siglo XVIII. Acabo de usar números romanos, que perduran como el derecho, como las obras de Horacio, como parte del Coliseo. El legado está ahí, pero cabe recordar que Roma, la ciudad eterna, sufrió otros dos saqueos posteriores, aún menos amables. Los caballos y las tiendas de las hordas germánicas pasaron a través de la Via Apia unas cuantas veces. La Roma que murió entonces, la misma por la que Zenobia paseó encadenada, nos es tan desconocida a nosotros como a aquellos godos.
Hoy, Roma es un destino turístico de atractivo universal. Miles de visitantes pasean por ella, contemplando, igual que los primeros en invadirla, lo poco que queda de ella entre tanto templo cristiano construido con sus restos. La civilización romana nos resulta extraña a la fuerza. Ningún libro de historia nos relata con precisión las costumbres cotidianas de aquellos hombres que una vez dominaron el mundo occidental. Sólo unos mosaicos descoloridos nos dan una idea vaga de los rostros, ropajes y peinados de los ciudadanos del Imperio, que nos miran del mismo modo que nosotros, los bárbaros, los miramos a ellos.

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