viernes, 29 de enero de 2010
Prohibido el paso
Ahora que Jerome David Salinger ha muerto, es una ocasión magnífica para esbozar un breve perfil sobre su obra. No me interesan mucho las notas necrológicas: el tipo vivió 91 años exactamente como quiso vivirlos, a contracorriente, por la sencilla razón de que pudo hacerlo. Además, estamos hablando de un gigante de las letras. Así que si el rey ha muerto, viva el rey. Salinger fue sin duda un tipo excéntrico, pero puso en práctica la admirable idea de que la obra de un escritor habla por sí misma, y su autor sólo se muestra a través de ella.
La fama de "El guardián en el centeno" sigue siendo desmesurada, tantos años después. Justo es decir que la calidad de la novela también es desmesurada. Se lee con aparente facilidad, de lo que se deduce que se escribió con gran dificultad. La técnica usada para contar la extraña y melancólica historia de Holden Caulfield es sencillamente portentosa. En esta novela ya se muestran casi todos los temas que conforman la obra de Salinger: la pérdida de la inocencia infantil, la inteligencia precoz, la guerra como telón de fondo y la hipocresía social.
Pero lo cierto es que el inmenso éxito del Guardián ha eclipsado un tanto el resto de la obra publicada de Salinger, que no es menos interesante, y que en su mayor parte está centrada en la ficticia familia Glass, formada por una serie de hermanos que fueron niños prodigio y que en su mayoría han crecido con amargura. La historia de esta familia, repartida entre cuentos y novelas duales, entre ellas la magistral "Franny y Zooey" es un puzzle muy complejo, lejos de estar solucionado, en el que se adivina la gran obra americana que el escritor neoyorquino planeó.
Ahora que Salinger ha muerto, imagino que se abrirá la veda para la publicación de todos los cuentos dispersos y las obras inéditas que tenía celosamente escondidas, siempre que los abogados lo permitan. En los últimos años, el esquivo escritor se había vuelto contrario a la idea de publicar, aunque se sabe que ha seguido trabajando. Las editoriales y los herederos se repartirán como buitres los grandes beneficios que ello puede reportar. Pero si ello sirve para conocer con más profundidad la fascinante historia de la familia Glass, en la que se mezclan la tragedia y la búsqueda de la religión, el mezquino negocio habrá valido la pena.
sábado, 16 de enero de 2010
La ciudad caída
Las crónicas dicen que Alarico I saqueó Roma en el año 410 d.C. después de varias disputas con el incapaz emperador Honorio. El saqueo fue menos brutal que significativo para los derrotados. Yo aventuro una pequeña ficción que las crónicas no registran: los bárbaros empujados por la necesidad invadieron la ciudad y durante parte del día, se dedicaron a contemplar lo que habían tomado por la fuerza. Las fantásticas ruinas imaginadas por Robert E. Howard palidecen en comparación con lo insólito que a aquellos godos debió parecerles todo lo que les rodeaba.
Cuando vieron la arquitectura de Roma, sus acueductos y termas, los mausoleos y las estatuas, el Foro y el viejo Senado, los visigodos debieron sentirse extraños en tierra extraña. Y, como todos siempre destruímos lo que no comprendemos, hicieron lo mismo, por pillaje, pero también por temor. La crónica sí registra que respetaron las Iglesias, ya que el cristianismo era lo único que tenían en común los ganadores y los perdedores. Pero, un tanto al azar, los paganos destruyeron lo que ellos consideraron también pagano: la casa de Salustio, las tumbas de Augusto y de Adriano. Nombres que nada significaban para los saqueadores.
Se sabe, entre muchas otras cosas, que el hormigón que los romanos utilizaban habitualmente dejó de usarse hasta el siglo XVIII. Acabo de usar números romanos, que perduran como el derecho, como las obras de Horacio, como parte del Coliseo. El legado está ahí, pero cabe recordar que Roma, la ciudad eterna, sufrió otros dos saqueos posteriores, aún menos amables. Los caballos y las tiendas de las hordas germánicas pasaron a través de la Via Apia unas cuantas veces. La Roma que murió entonces, la misma por la que Zenobia paseó encadenada, nos es tan desconocida a nosotros como a aquellos godos.
Hoy, Roma es un destino turístico de atractivo universal. Miles de visitantes pasean por ella, contemplando, igual que los primeros en invadirla, lo poco que queda de ella entre tanto templo cristiano construido con sus restos. La civilización romana nos resulta extraña a la fuerza. Ningún libro de historia nos relata con precisión las costumbres cotidianas de aquellos hombres que una vez dominaron el mundo occidental. Sólo unos mosaicos descoloridos nos dan una idea vaga de los rostros, ropajes y peinados de los ciudadanos del Imperio, que nos miran del mismo modo que nosotros, los bárbaros, los miramos a ellos.
martes, 5 de enero de 2010
Están en el ajo
En Julio del ya pasado año, un irresponsable acusó en público a Buzz Aldrin de ser un mentiroso. La respuesta de Aldrin fue un sonado puñetazo. Para el famoso astronauta, que tanto le costó creer que había estado allí, fue insoportable que alguien lo pusiera en duda delante de sus narices. Lo cierto es que los científicos de la NASA no se rebajan jamás a refutar a los fanáticos que siguen creyendo que el hombre no ha pisado la Luna. Que los aficionados se encarguen de rebatir a los aficionados, sólo hace falta un poco de óptica de primer curso.
Las teorías conspiratorias forman parte del subconsciente colectivo desde hace mucho tiempo. El caso más sonado es la muerte del presidente Kennedy. Yo entiendo que es improbable que un perturbado solitario lo organizara todo desde un almacén de libros, con puntería y precisión asombrosas. Pero me resulta aún más increíble que detrás de esa muerte hubiera un plan maestro casi cósmico en el que estuvieran implicadas todas las instituciones americanas. La verdad rara vez está en esos extremos.
Otra célebre teoría de este tipo es la que concierne a la identidad de Jack el Destripador. Según Stephen Knight, el asesino no era otro que sir William Gull, el brillante médico privado de la Reina Victoria, por motivos relacionados con la masonería. Es en verdad un enigma que Jack matara en una misma noche a dos prostitutas con pocas horas de diferencia, y que nadie oyera ni viera nada, casi en las narices mismas de la policía inglesa. Pero me pregunto, en cualquier caso, por qué el cirujano real lo lograría con más facilidad.
Por lo poco que sabemos de la vida de William Shakespeare, era una persona de lo más normal. Para muchos académicos y escritores, parece resultar intolerable que un hombre anodino escribiera lo que escribió, y le atribuyen identidades fantásticas, desde Christopher Marlowe, que murió demasiado joven, al rey Jacobo I. Parece que el talento, para algunos, sólo puede nacer en cunas nobles. En su testamento, Shakespeare legó una de sus camas a su mujer, como burlándose de sus futuros biógrafos.
Hay montones de teorías de este tipo, que alimentan páginas web y clubs muy apasionados. Del desastre del World Trade Center se ha culpado al propio Gobierno antes que al islamismo radical que lo reivindicó desde el mismo principio. Las conspiraciones son animales que crecen muy bien en el caldo de cultivo del miedo sociológico al vacío. Después de todo, una hipótesis de este tipo no es más que un intento fácil de simplificar una realidad que, a poco que lo pensemos bien, se nos revela siempre banal o inescrutable.
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