viernes, 18 de junio de 2010

Juntos y solos


Recibí una invitación para visitar la casa del famoso coleccionista de libros. Creo que fui yo quien llamó a mi amiga J. para que me acompañara. Llegamos a eso de las cuatro y media de la tarde, tras una alegre caminata a través del solitario villorrio. El dueño de la mansión vivía casi al pie de la montaña. Nos recibió con cortesía, aunque notamos cierta frialdad que se fue disipando conforme se alargaban las sombras.
"Algún día", dijo cuando ya estaba listo para ser escuchado, "mi colección será donada a la Universidad de Vic, de la que guardo tan buenos recuerdos". Mientras tomaba el té, observé cierta falsedad en esa declaración, pero no dije nada. Desde luego, J. estaba muy impresionada. Al cabo nos enseñó la magnífica biblioteca. Hice algunas observaciones un tanto banales, y el señor se dio cuenta, pero no me importó demasiado.
Los libros estaban dispuestos en anaqueles con puertas de vidrio cerradas con llave. "Es para que no cojan polvo", dijo su dueño. Le pregunté ociosamente, quizás corroído por la envidia, por sus piezas más preciadas. "Bueno, conseguí esa edición de Kafka en Londres, un día memorable. Si hubiera estado en otro sitio en aquella ocasión, esos tomos no estarían aquí" dijo con satisfacción visible. Nos habló de sus viajes por el mundo para encontrar los libros.
Era fascinante. Mientras recorríamos la biblioteca, nos habló de Florencia, los barrios más bohemios de París, algunas librerías de Nueva Orleans y Tokyo. Nos contó cómo se hizo con el ejemplar firmado de Faulkner en aquella famosa subasta de Chicago. Tenía nuestra atención cautivada al hablarnos de los intermediarios que le conseguían ejemplares únicos y antiguos. El curioso mundo del coleccionismo de libros era en verdad apasionante.
La velada fue agradable, y llevado por la alegría de J., me animé lo suficiente para hacerle la pregunta equivocada, pero era aún muy inocente para este mundo. En todo caso, le dije "Bueno, ¿y cuál es el autor que más le gusta leer?". Observé de inmediato su mueca de desdén y su mirada fría al contestarme: "Creo que no te entiendo, chico. ¿Leer, dices? No tienes idea del tiempo que me cuesta encontrarlos y conservarlos. ¡No tengo tiempo de leerlos!".

viernes, 11 de junio de 2010

La antigua llamada


Como tengo la suerte (o la desgracia) de no vivir en una gran ciudad, tengo la oportunidad, no siempre aprovechada, de dar paseos por las afueras, alejado del ruido de los hombres, y caminar sin tardar demasiado en encontrarme con el campo. Las caminatas invitan a la reflexión y la contemplación serena. Es un estado propicio para que te asalte una buena idea de cuando en cuando.
A veces puedo ver el horizonte del lugar en que vivo desde un parque o un bosque. Lo que veo es que, al contrario de lo que algunos ecologistas creen, el hombre está muy lejos de haber dominado la naturaleza. Lo que veo cuando camino entre árboles es un orden muy superior, muy antiguo, fruto de miles de millones de años de lenta fabricación. El polen, los insectos, el viento entre las hojas me dan a pensar que lo inestable, lo que siempre está amenazado, es nuestra precaria civilización.
No temo por eso a nivel externo. Los que se preocupan por el medio ambiente, en el fondo se protegen (o eso quiero creer) de una venganza del medio ambiente sobre nosotros. No es eso lo que me preocupa a mí, aunque tengo el recuerdo de cómo la selva invadía un pueblo en los cuentos de Kipling, casi sin dejar rastro de que hubo seres humanos. A veces pienso en las ruinas de Tikal, o en los monos ladrones de la India.
Sin embargo, la verdadera guerra entre la naturaleza y la civilización no se libra en el suelo que pisamos, sino dentro de cada uno de nosotros. La antigua llamada nos llega desde el interior de nuestros cerebros, fruto también de la evolución. Y los instintos naturales son por definición contrarios a los fundamentos del orden civilizado. La agresividad, el abuso sexual, el miedo y el ansia son instintos que todos nosotros compartimos y que debemos dominar.
Frente a los impulsos naturales, hemos opuesto nuestras mejores virtudes. Como Konrad Lorenz, creo que esas virtudes son una conquista frágil y exclusiva de nuestra especie. El arte, el respeto, la curiosidad y el altruismo son valores que se nos enseñan, pero que son muy recientes frente a los lazos que nos unen con nuestros remotos origenes. A poco que nos descuidemos, y lo hacemos a menudo, la naturaleza salvaje innata a todo ser vivo puede acabar con todo lo que hemos construido, en cualquier momento.